jueves, 11 de junio de 2009

El ambicioso y el campesino

Un rey al que le gustaba conocer el alma humana quiso saber qué hacen los hombres cuando les regalan dinero. Entonces recorrió su reino hasta que encontró a dos hombres: uno era un sencillo campesino y el otro era uno muy trabajador pero también muy ambicioso. A los dos les dijo: a cada uno les voy a entregar un millón de monedas de oro para que les saquen provecho. Después de un año veré qué cosa han hecho con ellas. Así paso el año, con su primavera, verano, otoño e invierno, hasta que el tiempo se cumplió. Fue entonces el rey donde el primero y le dijo: ¿qué haz hecho con el dinero que te di? Este le respondió: Mi gran rey, observa. Y le mostró un gran campo sembrado. Estaba todo verde y lo recorrían el río y transparentes acequias. Le rodeaban muchos árboles frutales y las aves revoloteaban por todos lados. El paisaje era colorido y hermoso. El hombre le volvió a hablar al rey: Majestad, mira al costado y verás cuánto he cosechado. Y le mostró muchas frutas y verduras, grandes y provocativas. Con estas puedo mantener a mi familia durante el año que viene y hasta darle una parte a usted, en prueba de mi agradecimiento. El rey le tomó de los hombros muy complacido y le dijo: Has hecho bien contigo, con tu familia, con tu rey y con la con la hermosa tierra que aquí veo. Sigue así y sé feliz.

El rey entonces se marchó muy contento a ver al otro hombre. Pero cuando estaba ya cerca, lo sorprendió encontrar un enorme cerco que no permitía pasar a nadie. El rey quiso entrar pero unos guardias se lo impidieron. En vez de ordenar a su ejército que le abriera el paso pidió que lo anunciaran ante el dueño de aquel lugar. Cuando lo hicieron salió el hombre, muy asustado, pidiéndole disculpas. El rey lo miró y le dijo: He venido porque se ha cumplido el plazo y quiero ver qué has hecho con el dinero que te di. Entonces el hombre, que tenía un casco de jefe de obras en la cabeza, lo hizo pasar y le mostró el panorama. En medio de un valle había un gigantesco agujero que penetraba hasta las entrañas de la tierra. Por él subían y bajaban enormes camiones transportando grandes cantidades de tierra que las depositaban en unas máquinas con altísimas chimeneas. Estas despedían unos espantosos humos negros que oscurecían el día al punto que parecía ser de noche. Había un ruido ensordecedor que nunca se detenía. Todo era de color gris y no se veía vegetación ni animal alguno, mientras que, por un costado, un pestilente río verdoso salía de las entrañas del lugar. El ambicioso hombre dijo: Mira, mi rey. Con lo que me diste he hecho esta mina de la cual extraigo grandes riquezas. Debes estar muy orgulloso de mí puesto que parte de lo que saco también va para tus bóvedas y eso te va a hacer aún más rico y poderoso. El rey se quedó sin poder hablar, tan sorprendido de oír esas palabras como del horroroso resultado observado. Entonces le dijo: Por tu ambición no has tenido reparo en destruir toda la vida que aquí había antes que tú llegaras. Yo nací rico y no necesito más de lo que tengo. Además, mi deber no es acumular riquezas sino cuidar que todo esté sano y en su lugar. Tú has malogrado el orden y la belleza que había en mi reino, así que ordeno que se te quite lo que tienes y que trabajes hasta que todo vuelva a ser lo que era. Y así se hizo hasta que el valle fue nuevamente verde, florido, lleno de animales y regado con agua pura y cristalina.

El ser humano no ha nacido para ser rico ni para acumular cosas sino para vivir feliz y en paz consigo mismo y con la naturaleza.

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