domingo, 24 de julio de 2011

Educación y mundo andino

¿Cómo se plantea la educación actualmente y cuál es el drama que ésta genera tanto a los pueblos como a sus clases gobernantes? ¿Qué es educar: modernizar, conservar los valores, cambiar, mejorar? ¿Qué consecuencias trae la aplicación de estas diferentes visiones en las distintas naciones? ¿Habrá alguna mirada futurista que nos augure una solución al problema, no solo de la educación, sino también de la humanidad misma? Intentemos algunas respuestas.

Un poco de teorización

¿Por qué la educación es un tema prioritario y coyuntural para todos los pueblos? Porque a través de ella es cómo estos se consolidan y perpetúan, de ahí que la garantía de que lo elaborado tan trabajosamente no se pierda en el tiempo es legarlo y encargarlo a las generaciones venideras. Es un impulso natural que los seres humanos tenemos hacia la prolongación de nuestro ser más allá de la muerte, una manera figurada de derrotarla y eternizarnos.

Siendo esto entonces algo tan gravital, como si de una repartición de herencia se tratase, es que ella debe ser trabajada con el mayor cuidado posible, tarea que tienen a su cargo todos los Estados y gobiernos del mundo casi sin excepción. Por lo general dicha labor la asumen determinadas personalidades especializadas quienes procuran recopilar los principales conceptos que sus gobernantes consideran como prioritarios.

Pero como todo gobierno y Estado es diferente es muy común que lo que se dicta en una nación no coincida con lo que hace en otra, y esto se debe a las diferentes realidades que cada una posee. Si la educación fuese un ente neutral y universal, como se dice que es la matemática, no habría diferencias en ningún lado; sin embargo las hay, por lo tanto la educación no cumple con la noción de ser un estándar cultural.

Eso quiere decir que pretender universalizar una forma de educación para crear un solo tipo de ser humano no solo es una contradicción (pues no existe ello en la realidad) sino es más bien una imposición de parte de una determinada cultura sobre todas las demás, producto de un proceso conocido como imperio. Desde este punto de vista la noción “globalización” no sería otra cosa que un término creado para llamar de una manera indirecta a lo que es imperio.

Ello nos obliga entonces a entender el proceso educativo desde ópticas ajenas a las posturas de moda (como la de la Sociedad de Mercado) y tratar de enfocarla más como una estructura interna correspondiente a la identidad e individualidad de cada grupo humano que como un constructo teórico. La desaparición de la diversidad puede ser un ideal para algunos pero ello no se corresponde con un consenso universal, de modo que cada quien siempre considerará que la herencia de sus padres es preferible a asumir la de otros con quienes no tiene nada en común y que, por el contrario, lo relegan a planos menores dentro de las estructuras sociales.

Dos maneras de entender la educación

Este planteamiento nos lleva de la mano a un debate interno: cuál de las dos vertientes (la educación oficial y la tradicional) sería la más conveniente para una nación. En la mayoría de los casos las elites gobernantes, debido a sus múltiples alianzas y compromisos establecidos con la potencia dominante, optan por asumir la cultura de su par superior, e incluso su nacionalidad, considerando esto como un acto de “sensatez y racionalidad” en la medida que ello produce beneficios. Eso se traslada hacia las instituciones públicas quienes se ven en la obligación de acatar tal filosofía política, estableciéndose como consecuencia un perfil de “individuo a lograr” que por lo general no suele coincidir con el del habitante del pueblo.

Desde esta perspectiva la educación se convierte, más que una conservación de los valores propios, en un esfuerzo gigantesco por desculturizar y reaculturizar a la población, una cuesta arriba que solo puede producir resultados desastrosos que se hacen visibles a través de la confusión de los valores, la desorganización y el caos reinante en los pilares de nuestras sociedades. Se invierte el sentido de educar-conservar por el de educar-cambiar, proyecto siempre fracasado pero que es una triste realidad en la mayoría de los países y pueblos dominados. Ni se logra asimilar a la otra cultura ni se consigue erradicar la propia.

Eso quiere decir que, en épocas imperiales, se da por sentado la existencia de una “cultura” específica entendida como una noción universal (cultura que suele coincidir totalmente con la del pueblo dominante) y de una “subcultura” o seudocultura que se presupone atrasada, incompetente y que es la causa de todos los males de la humanidad. Cuando vemos por ejemplo los argumentos que utiliza la actual potencia mundial (Estados Unidos) para justificar sus variados actos de invasión estos se suelen referir a que “se busca cambiar la situación de atraso e ignorancia que ocasiona en tales pueblos el apego a sus culturas originarias”.

Consecuencias de la existencia de estas dos educaciones

Esa relación de poder dominante-dominado ha llevado a la creación de una serie de dicotomías como las de “modernizar versus conservar”, “Occidente y resto del mundo”, “conocimiento e ignorancia”, sumadas a la de “progreso versus atraso”, “avance versus retroceso”, “mejora versus empeoramiento”. Se han formado así dos polos opuestos donde en el “positivo” se hallan los valores propios del imperio de turno mientras que en el “negativo” están aquellos del avasallado. Es obvio que en los programas educativos oficiales de las naciones dominadas no se lo presenta así, de una manera gruesa, sino sutilmente, empleando mecanismos atenuantes para no causar rechazo entre la gente que va a ser “educada” (o mejor dicho, reeducada, pero en los esquemas dominantes).

Pero creer que la educación solo le compete al Estado es un error, puesto que ya se ha visto que se trata de un proceso de transmisión de valores y a ello también se dedican otros estamentos de la sociedad entre los que tenemos a las fuerzas armadas, las religiones, las fuerzas productivas y los medios de comunicación. Estos también aportan su cuota para completar o cerrar el círculo comunicativo de tal modo que no queden espacios libres que debiliten la difusión de los mensajes. Dichas entidades, como dependen también del Estado y de su clase dirigente, suelen adaptarse al discurso oficial y acomodar sus criterios a la visión oficial en la que educar tiene por objetivo orientar, transformar y consolidar el tipo de ser humano que el Estado prefiere (y que es el aculturado).

Quiere decir que en los países colonizados o sometidos se produce un tremendo desencuentro cultural que proviene de esta lucha de criterios. Por un lado está la tradición, que no es otra cosa que la suma de toda la historia de un pueblo, y por el otro los intereses de los gobernantes deseosos de moldearlo para los fines inmediatos que demanda el imperio. Mientras que la tradición cuenta con el respaldo que proviene de la propia realidad, con conocimientos surgidos del contacto directo y milenario con el medio en el cual ésta se desenvuelve, la cultura oficial solo tiene a su lado la fuerza y la promesa de ganancias gracias a su cercanía con el poder, careciendo sin embargo de una verdadera contrastación con la realidad, cosa que la vuelve irreal, indemostrable e impráctica, válida solo en su relación con la metrópoli.

Una visión de la educación en el mundo andino

Como clara demostración de tal divorcio se pueden ver dos casos concretos representados por individuos provenientes de los dos medios más representativos del mundo andino. Para aquel que es nativo de una ciudad cosmopolita —por lo general la capital—, que pertenece al grupo dominante, que ya está asimilado en la cultura “global” (la del imperio) y que cree fielmente que ésta representa lo universal, lo válido para todas partes, la visión de la educación será: un proceso de occidentalización como sinónimo de superación, mejora, avance y logro.

Mientras tanto, para aquel que es nativo no cosmopolita, nacido en provincias o en un pueblo y que no pertenece al grupo dominante, la idea de educación seguirá siendo la de preservar sus valores, sus costumbres, su tradición y su forma de ver al mundo. A la educación oficial la considerará más bien como una manera de “penetrar al otro mundo”, mundo que le es ajeno pero con el cual tiene que negociar, transar, para no verse avasallado o aniquilado.

Cuando un joven aculturado occidentalmente piensa en “su” educación la percibe siempre como “suya”, como “la de él”, como aquella que le va a dar las herramientas necesarias para obtener lo que piensa que es bueno “para él, para su familia y sus hijos”. Se educa pero “para sí”, para su bolsillo y su individualidad, esté en su país de origen o en cualquier otro. Se ve a sí mismo como “un ciudadano del mundo” y no como nativo de algún lugar. Hay en él un necesario proceso de desnacionalización o desidentificación con respecto al sitio en donde nació, arrastrado por un pragmatismo transmitido tanto por su medio (su familia, su entorno) como por la cultura oficial a la que pertenece.

En cambio, cuando se trata de un joven no aculturado, nacido y crecido dentro de un contexto tradicional o no imperial, éste ve a la educación como “un camino para todos”, una solución a un problema que nota que es común, una fórmula para que, los que han vivido igual que él, puedan superar dicha situación. Es una mirada obligadamente colectiva por cuanto su realidad siempre lo ha sido así, colectiva, y los principios que ha asimilado han sido elaborados en base a un “nosotros” y no a un “yo” como en el caso anterior. Ello explica por qué siempre los jóvenes de los segmentos tradicionales suelen inclinarse por seguir la carrera magisterial debido a que la consideran como el instrumento para ayudar a toda su comunidad a defenderse de la “agresión” que representa la cultura oficial. En pocas palabras, apoderándose de ésta, de la ajena, piensan que pueden controlarla y hacerla convivir con la suya. Educar es, por lo tanto, para ellos, un acto social de consecuencias colectivas, no así un aprendizaje privado de técnicas para enriquecerse.

Una mirada hacia el futuro

Hay quienes creen que las ideas “colectivistas” son un invento occidental del siglo XIX sin darse cuenta que es el pensamiento más básico que se ha dado en la historia de la humanidad. Consideran a aquellos que no se enfrascan en un individualismo extremo como “atrasados ideológicamente”, pues hacen creer que toda colectivización es parte de un pasado “ya superado por el hombre”. Eso en verdad solo oculta una cosa: el temor a la unión de las mayorías en contra del sojuzgamiento por una minoría. “Divide y vencerás” dice el refrán, y la noción de humano-individuo, pero desconectado de su entorno, es la que la Sociedad de Mercado y la injusticia necesitan para perpetuarse.

Si consideramos el panorama mundial podemos observar fácilmente que, entre las muchas posibilidades de cambio que tiene el mundo, no es posible identificar por ahora ninguna otra que no sea la propuesta andina. De las canteras del pensamiento occidental ya no proviene nada nuevo ni bueno y solo se encuentra únicamente desazón y repetición. Su germen creativo civilizacional se ha agotado. Y si se busca fuera de allí, en lugares como el Oriente o África, no se percibe que exista ni remotamente alguna opción; solo se contempla una occidentalización tecnológica y un notorio retroceso de parte del pensamiento tradicional, arrinconado cada vez más como “pasado remoto y obsoleto”. En conclusión no hay, ni en los libros contemporáneos ni en las universidades del planeta nada que prometa ser una transformación hacia una vida mejor, salvo en la propuesta andina.

Porque la concepción andina —no sus costumbres, su indumentaria o su folclor antiguo como suelen mencionar los que quieren negarla tratando de burlarse (como si cuando se hablara de lo occidental implicara que se usen togas o sandalias y se viviera en el Partenón)— es la única forma de sociedad que se opone frontalmente a la actual Sociedad de Mercado donde el objetivo central es el hombre, mientras que la sociedad andina pone su centro en la vida misma, sea humana o no.

Y allí está su gran diferencia y su oposición. No se trata de una reforma ni de un maquillaje de la actual sociedad: es un cambio total de concepción, una modificación radical de valores que prácticamente implica la negación de la cultura imperante (como ha pasado y pasará siempre en la historia). Porque sobre los restos de una cultura negada siempre se levanta la nueva, remozada y vigorosa, dispuesta a refrescar las ideas acerca del destino del ser humano en su devenir por la Tierra.

De modo que, si de algo tendría que hablar la actual educación, sería de estos nuevos valores que nos prometen ese futuro por venir, promisorio, el único que ofrece, no solo a unos, sino a todos los seres humanos un cambio de objetivo y de existencia.

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