NOTA PREVIA:
Este artículo fue
escrito hace seis años a raíz de estos luctuosos sucesos, pero hoy, debido a
las circunstancias políticas actuales, ha vuelto a la palestra de la discusión
nacional. Por eso creo conveniente reponerlo para contribuya de alguna manera
al debate y análisis del caso.
Nada más
significativo que el hecho que el sangriento operativo de desalojo de la carretera
tomada por los nativos peruanos —en protesta contra las leyes que les recortaban
su espacio vital—, decretado por Alan García, haya sido el mismo Día Mundial
del Medio Ambiente, un viernes 5 de junio. Esto a pesar de que el gobierno contaba
en su gabinete con un “experto” en el medio ambiente como el señor Antonio Brack
Egg (nativo también de la zona de selva pero blanco de ascendencia extranjera,
cosa muy determinante en el todavía racista Perú), quien demostró su verdadera dimensión
humana al ignorar este hecho y manifestar, por el contrario, que ya se les
había dispuesto 12 mil hectáreas para que vivan allí y que el resto era para la
concesión a las transnacionales (resucitando el viejo concepto de
“reservaciones de indios” del oeste norteamericano).
Por supuesto que después de 60 años de concesión de un lote
de selva es difícil creer que la gigantesca empresa que lo ocupa se vaya a
retirar o que el Estado no lo vuelva a “concesionar” hasta el infinito (al
igual que se hace con una casa destinada para el alquiler). Esto, en pocas
palabras, ya es una venta de por vida y una enajenación del territorio a los
intereses de la nación a la que pertenece la transnacional allí instalada. Esto
sucedió en el siglo XIX con la zona de Tarapacá, al norte de Chile, que era
boliviana hasta que inversionistas chilenos la coparon de tal manera que Chile
terminó por argumentar que le pertenecía invadiéndola, cosa que dejó sin mar a
Bolivia hasta el día de hoy.
Pero volviendo al trágico suceso en cuestión, que costó la
vida de decenas de peruanos, existe un hecho que va más allá de las noticias y
de las acusaciones de ambos bandos (el gobierno y los nativos). En Bagua,
pequeña ciudad de la selva peruana, se confrontaron dos visiones del mundo y
volvieron a estrellarse una vez más violentamente. Eso nos lleva a recordar qué
nos dice la historia de la humanidad al referirse a las innumerables veces que seres
humanos con concepciones distintas de la existencia y del mundo se han
eliminado mutuamente por no haber hallado puntos intermedios de convivencia.
Recordemos el más importante de ellos que ha sido, y sigue
siendo, el desencuentro entre las culturas nómadas y sedentarias. Recién en los
últimos diez mil años es que las sedentarias han logrado vencer, reduciendo a
las otras a su mínima expresión; pero hay que tener en cuenta que el hombre
nació nómada y así vivió durante cuatro millones de años hasta la llegada de la
civilización (que significa vivir en ciudades), expresión característica del
sedentarismo. Recordemos también pasajes como los de los bárbaros en Europa
invadiendo los territorios imperiales; o la presencia de los nómadas asiáticos
(los famosos Atilas) amenazando la “cultura” (palabra que viene de cultivar,
sembrar, ser sedentario). Más cerca a nuestro tiempo tenemos el caso de lo
ocurrido en Norteamérica con la llegada del sedentario blanco europeo y el
exterminio del piel roja nómada por no “respetar” los límites del territorio.
Vemos entonces que, mientras que por una parte los humanos
hemos sido nómadas y hemos concebido a la tierra como un ámbito de vida, por
otro lado nos hemos vuelto sedentarios con una noción de propiedad hereditaria respaldada
por el Estado.
Sin embargo este no es el caso específico de Bagua porque allí
el enfrentamiento no se dio entre una cultura sedentaria y otra nómada sino más
bien entre una sedentaria y otra seminómada, que es la que concibe el espacio
como un territorio delimitado pero sin propiedad, a la manera cómo lo hacen
también los animales (por ejemplo el león, que no es dueño del lugar pero que
necesita imperar en él para poder sobrevivir). En pocas palabras, las culturas
nativas de la selva peruana son sedentarias pero con una visión nomádica del
territorio. Esto es algo que ha sido estudiado a fondo por los especialistas en
antropología y etnología. Lo raro es que a “nadie” le interesó ello a la hora
del conflicto.
La pregunta que uno se hace entonces es: ¿y por qué a nadie
le interesó ni le interesa saber cómo piensa y vive el otro? Por la misma razón
que a los conquistadores y dominadores de todos los tiempos no les interesa
nunca: porque estos jamás vienen a negociar ni a convivir; vienen a imponer su
visión. Si lo logran convierten al lugar en una colonia; si no, ese sitio se
vuelve “inhóspito, peligroso, salvaje, el rincón más alejado del planeta”, como
suelen decir.
De algún modo esta situación se ha repetido en el Perú de hoy
(porque estos enfrentamientos son intemporales) en donde el prepotente Estado y
sus representantes sedentarios urbano-occidentales-costeños piensan que están
en todo su derecho de hacer con la tierra lo que a ellos les parece correcto y coincide
con sus propias leyes creadas ex profeso (como los decretos causa del
conflicto), mientras que lo mismo piensan los nativos desde su óptica.
Para ambos la tierra tiene un diferente valor y función:
los urbano-occidentales la ven mercantilistamente (como objeto de explotación y
fuente de riquezas) mientras que los nativos la conciben como un espacio vital
para cazar, sembrar y desplazarse. Ambas concepciones tampoco son iguales en
magnitud: en una el criterio se da en medidas pequeñas como el metro cuadrado,
que es una unidad importante y valiosa en las ciudades, donde basta con veinte
de ellos para que una familia pueda vivir con todas las comodidades modernas;
en cambio en la selva la unidad se mide por horizontes, medidas no geométricas
que comprenden lugares amplísimos donde existen valles, ríos, bosques y un
largo etcétera. Esto se puede entender si pensamos por un momento como los granjeros
o terratenientes que se ufanan de mirar sus tierras y sentir que los paisajes
que ven a la distancia son todos de su propiedad. Esto sucede en la selva solo
que allí no existen los títulos de propiedad. A partir de estas dos formas de
ver y entender el mundo es donde comienzan los choques que casi siempre han
sido dolorosos por ser irreconciliables.
¿Qué habría que hacer? El asunto es difícil y complejo
porque pasa por reconceptualizar la visión del mundo y hacer lo mismo con las
ideas del espacio y la propiedad. En el caso Occidente, este debería auto
examinarse y evaluar si la política que ha venido siguiendo durante los últimos
cinco siglos (desde el surgimiento de la Modernidad) es la más adecuada tomando
en cuenta la depredación y el desgaste del planeta que ello significa, cosa que
de algún modo le perjudica a sí misma. Con esto queremos decir que lo que esa
civilización requiere es un cambio de paradigma y encontrar una nueva promesa
de vida que no pase por el concepto de desarrollo progresista que actualmente
tiene sino por uno de convivencia con la naturaleza. En este sentido la promesa
de la vida andina, concepto muy vivo y creciente hoy en esta parte de
Sudamérica, puede ser una buena fuente de inspiración.
Lo mismo, por el lado de los nativos, estos deberían admitir
que el aislamiento ya no es posible por más que se lo quiera, y que
necesariamente van a tener que entablar mecanismos de apertura con el resto de
habitantes del planeta pues, de no hacerlo, sería para ellos una
automarginación que, a la larga, los podría llevar a la extinción.