Resumen
No se puede concebir al ser humano
exento de una idea de Dios, incluyendo la modernidad —que lo ha reemplazado por
el hombre en abstracto. La noción de Dios es imprescindible para la conformación
de cualquier tipo de sociedad o cultura pues en Él se depositan y congregan
todas las inquietudes y respuestas humanas que hasta el día de hoy no han sido resueltas
sino solo respondidas (que no es lo mismo). Dios viene a ser entonces una conclusión,
un resultado que el hombre se da a sí mismo. En una época donde tanto la
modernidad como Occidente se encuentran en un largo proceso de decadencia surge
una nueva idea de Dios (o una idea renovada de él) que se adecúa más a estos
tiempos y que resulta atractiva para una humanidad esperanzada en hallar una mejor
concepción de la vida: el Dios andino, Dios real y providente, no producto de
largas y tortuosas disquisiciones de la razón, y el cual suple los principales
errores del antiguo Dios cristiano, etéreo y extraterreno —impuesto a sangre y
fuego por todo el planeta— y que promete ser quien reagrupará a las naciones
dándole un nuevo sentido a la existencia.
Palabras clave
Dios, divino, modernidad, andino,
filosofía, cultura.
El problema de Dios
Nota previa: el empleo de la palabra “Dios” en este ensayo no implica que el autor afirme su existencia, que se trate de un ser único o sea de género masculino.
El problema de Dios
Nota previa: el empleo de la palabra “Dios” en este ensayo no implica que el autor afirme su existencia, que se trate de un ser único o sea de género masculino.
El problema divino no
puede estar ausente de ningún pensamiento humano; no asumirlo sería soslayar
algo que no es posible ocultar. No basta con decir: “Dios no existe” tanto como
no es suficiente ordenar: “apáguese el Sol” para que esto suceda. En filosofía
el tema de Dios es una de las grandes ocupaciones debido a su inocultable
presencia en todo lo que es humano. Sin divinidad no hay humanidad. Que no se
quiera tocar esto no es lo mismo que no sea algo notorio y visible, como le
pasa a la gente que no admite que tiene un problema mientras que todos lo notan.
Pero muchos lo eluden en vista que les resulta muy incómodo pensarlo y, peor
aún, aceptarlo. La gente contemporánea ha encontrado en el trabajo o en la ocupación
absorbente una buena excusa para no enfrentarse con ello; sin embargo el asunto
los persigue a donde van. ¿Qué pasa con Dios en esta época?
No es la primera vez
que se cuestiona la existencia de Dios. Muchos escritos antiguos se esmeran en
hacer presente el “olvido de Dios” que había y el consecuente castigo por ello
(véanse los mitos de diferentes culturas). La modernidad no es una excepción y
quizá la explicación se encuentre en que cada vez que una sociedad llega a su
más elevada expresión el ser humano siente que ha logrado la conquista de la
vida. Construir grandes monumentos o crear fabulosas máquinas incentiva la
sensación de poder y autosuficiencia en tal magnitud que se comienza a dudar
que haya algo más valioso que el hombre.
Pero son los tiempos
de tribulación y desintegración los que echan por tierra esta presunción y
traen abajo la Torre de Babel que el ser humano construye consigo mismo. Cuando
una sociedad pierde la fe en su promesa constitutiva —y brotan la desesperación
que lleva al caos y la desorganización— la necesidad de que exista un Dios se
hace prominente. Resulta difícil ver a algún hombre en medio de una desgracia
resistir a pie firme con sus creencias sobre la grandeza del ser humano; es en
esos momentos más bien que éste reacciona y se da cuenta de su estupidez pues
recupera su verdadera dimensión y entiende que nunca ha dejado de ser una
criatura más en el concierto de la vida. La acumulación de ideas lo hubo mareado
de tal manera que le hizo pensar que había dejado de ser parte de la naturaleza
y que podía considerarse como una obra de nivel superior, un ser súper natural,
un superhombre, alguien que ya sabe todo sobre sí y sobre lo demás; sobre el
Universo entero.
La Edad Moderna, con
su exaltación a las máquinas y la manipulación de la materia, estableció que la
preocupación teológica resultaba un elemento ajeno a sus intereses. La creencia
en un Dios no representaba, dentro del concierto de la sociedad de mercado, más
que un complemento, una ayuda o un adorno para el vendedor y el consumidor.
Tanto el mundo interior como la fe eran cuestiones no vitales para la
sobrevivencia, afirmó, por lo que se podía prescindir de éstas sin que se
afectase el ritmo normal de la vida. Más aún: a la hora de adquirir, la
presencia de Dios resultaba un estorbo, de modo que lo mejor era uniformizar la
ética y la moral en torno a ciertos principios universales para que no hubiera
la posibilidad de alguna censura por parte de dicho personaje. Es por eso que
se instauró la llamada Doctrina de los Derechos Humanos que, bien analizada —y más
allá de lo bueno que utiliza como sustento— no es otra cosa que una supra
religión que entroniza, por encima de las demás, las leyes de la era moderna.
De modo que el Dios que
tiene la sociedad de mercado no es el tradicional pues su aspecto ético-moral
se encuentra inserto en las normas del comercio. Por ejemplo, robar es el más
grande pecado ya que es la acción que atenta contra la esencia del juego de
compra-venta —donde lo sagrado es sinónimo de la fe que tiene el comprador en
el vendedor y viceversa. Por lo tanto no es que en la modernidad exista un
ateísmo completo sino uno relativo; el Dios Comercio es el que en realidad
preside todo acto (antiguamente llamaban fenicios a aquellos que ponían por
encima de todo el negocio, haciendo referencia a ese pueblo que se
caracterizaba por ello). En la actualidad la obsesión por el consumo ha dejado
de ser un insulto para convertirse más bien en una obligación sin la cual la
vida no tiene sentido. Negociar, vender, comprar, poseer, producir son las ocupaciones
más compulsivas que mueven a las personas de esta época. Incluso los médicos
han dejado de tener “pacientes” para convertir a estos en “clientes”, dando a
entender que se juzga que el ser humano es una entidad que se dedica al
intercambio de servicios.
No es de extrañar
entonces que la explicación de nuestro origen así como de nuestra historia
reflejen esa forma de pensar y que las ciencias reafirmen que, efectivamente,
el ser humano nació para trabajar y comerciar, para intercambiar bienes y
servicios. En medio de ese afán la presencia de lo divino pierde peso y queda
como un sucedáneo de estas actividades y cuya única finalidad es bendecirlas y
hacerlas más prósperas —tal como lo asume hoy un cristiano protestante. Dios,
entonces, se ha vuelto una imagen etérea e imprecisa, mejor ubicada en el plano
sicológico, allí donde se albergan las fantasías y creencias, reales o
ficticias. Mientras estas “delusiones” no afecten al normal desenvolvimiento
del sistema no es necesario condenarlas, mas si perturbaran el orden sí sería
imperioso combatirlas.
Esta es una breve y sucinta
introducción al problema de Dios en el mundo de hoy que no pretende agotar ni
remotamente su análisis pero que sirve para intentar explicar porqué la
presencia de un nuevo Dios se hace indispensable para los tiempos venideros.
Lo divino
El hombre puede
omitir el problema de Dios pero no por eso va a dejar de acosarlo pues, en
contra de lo que dice la ciencia oficial (que Dios es una configuración errada sobre
las cosas, el producto de la ignorancia del hombre pre moderno) ha sido la gestación
de Dios la que ha determinado al ser humano desde sus inicios. Recordemos que
el humano es un ser perdido en la oscuridad del desconocimiento sobre su origen
y razón de ser, un ente forzosamente desgajado del contexto natural que
deambula por el mundo preguntándose qué debe hacer sin encontrar la respuesta (y
que de lo único que está seguro es que no es un animal como los demás). Ante
este panorama —donde las leyes naturales, las únicas que existen, no le sirven
al hombre— la filosofía le ha sido útil para irse orientando a cada paso en el
esfuerzo por hallar la solución. Pero mientras tal cosa llega ha tenido que
apelar a ciertos recursos que le permitan subsistir en el camino, y uno de esos
ha sido la noción de Dios.
La idea de Dios no surge
como consecuencia de no saber qué es la lluvia o porqué cae un rayo, como irónicamente
se suele afirmar. Dios aparece en el momento que el hombre dirige los ojos
humanos hacia la realidad y la ve inmensa, abrumadora, misteriosa, insondable,
aplastante e inexplicable. Es esta realidad la que lo lleva de la mano hacia dicha
concepción. De nada sirve argumentar que ya se sabe que la naturaleza está
conformada por tantas partes y de tal manera. El contar las estrellas y
nombrarlas no hace que sus magnitudes y distancias desaparezcan, de la misma
manera que el volverse un experto en ciencias no significa que el enigma de la
existencia haya sido resuelto. El misterio sigue ahí, presente, por más que se
le ponga millares de nombres y se lo plasme en papel o en imágenes televisivas.
Resulta inevitable el darnos cuenta que somos criaturas creadas, que vivimos
solo porque la naturaleza momentáneamente así lo permite. Eso lo hemos sabido
desde siempre, mucho antes que las modernas ciencias lo ratifiquen a su manera
con sus estudios. El hombre más antiguo, el primero que existió, ya era
consciente de su circunstancialidad y dependencia a fuerzas que estaban muy por
encima de él, y que hubieron tiempos en los que no podría haber subsistido y
que estos volverán tarde o temprano. Ante tal situación tan pasajera ¿cómo no
va a surgir entonces el pensamiento divino? Pero… ¿qué es lo divino?
Lo divino vendría a
ser todo lo que no es humano, que se encuentra fuera de nuestro alcance y que no
podemos manejar; aquello sin lo cual nos es imposible vivir pero que no tenemos
la capacidad de controlar a nuestro antojo. Es lo que trasciende al hombre, lo
inasible por nuestras manos y lo imperceptible por nuestros sentidos. Es lo que
sabemos que existe pero que, al no poseer magnitudes humanas, no logramos
captarlo ni entenderlo en su totalidad. Divina es la vida que nos creó así como
el mundo en todas sus dimensiones. Divinas son las fuerzas que nos obligan a
hacer lo que no deseamos como divina es la muerte sobre la cual no tenemos
ningún poder. Divina es entonces la realidad plena que observamos sin entender
todavía porqué lo hacemos. A todo eso se le suele llamar Dios.
Pero la modernidad,
enemiga de lo medieval, ha desdibujado lo divino ridiculizándolo y
caricaturizándolo con epítetos de atraso, barbarie y oscurantismo, dando a
entender que el hombre contemporáneo ha resuelto todos o casi todos los
misterios —entre los cuales está el de Dios— al “demostrar” que su existencia
no pasa de ser más que un cuento o una idea de ensueño. En la vida real, dice,
lo divino no existe pues no hay pruebas de ello. Pero eso es tan solo un truco
mental, una artimaña de la lógica puesto que es un argumento que presupone que
el existir es solo aquello que el ser humano califica como tal; lo que el
hombre no logra identificar simplemente no es verdad. Esto quiere decir que lo
que el ser humano contemporáneo ha hecho es determinar su propia noción de “existencia”
para después ir por el mundo señalando con su dedo todopoderoso qué es lo real
y qué no.
Mas en el afán de
organizar al mundo según los intereses económicos este hombre moderno ha
cometido ciertos desencuentros o contrasentidos dándole veracidad a cosas que no
se pueden probar —como por ejemplo las “leyes” del mercado— y negándosela a
otras que sí la tienen —como su no autoridad para disponer de la Tierra y de
los seres vivos. Este individuo ha decidido instaurar qué es lo verdadero y qué
lo falso sin necesariamente tener que corroborar lo que dice. Baste con
mencionar el caso de la indumentaria: para cualquier ser vivo vestirse es un
artificio innecesario. Sin embargo el hombre moderno, que dice apegarse a la
realidad y a la ciencia, lejos de andar desnudo como tendría que ser (ya que la
desnudez es lo natural, lo no mítico y subjetivo) se aferra a esta idea arcaica
hasta considerarla imprescindible, yendo de ese modo directamente en contra de
la lógica natural (puesto que en la naturaleza ningún ser vivo requiere de algo
más que su piel). Ello demuestra que no todo lo que la modernidad desecha es
realmente irreal y no todo lo que acepta es objetivo.
Lo mismo pasa con Dios,
con la idea de lo divino. Las manifestaciones que antiguamente correspondían a este
ámbito el hombre moderno las atribuye a la ignorancia o a estados alterados de
conciencia sin siquiera demostrar que tal “conciencia” exista. Simplemente
acepta las hipótesis de la sicología como si éstas fuesen totalmente ciertas,
llegando a imaginar un “mundo interior” que hasta ahora no se ha visto ni consta
que sea tal como se asegura que es. Por más que los estudios del cerebro muestren
una serie de conexiones y reacciones eléctricas ninguno de estos experimentos
ha confirmado la existencia de tal “mundo”. Es obvio que en nuestros
pensamientos las cosas no son como en el exterior, pero es falso que la modernidad
sí sepa lo que sucede allí. Esta conoce tanto de ello como sobre lo que pasa en
una caja negra donde no se entiende qué ocurre dentro y lo que sale no es una
copia de lo que ésta contiene (al igual que lo que se escucha en una grabadora
no son piezas metálicas sino sonido).
Entonces todo parece
apuntar a que la “muerte de Dios” en el humano actual es más un asesinato por
conveniencia, un darlo por muerto sin que exista el cadáver. Todas las
declaraciones grandilocuentes de la gloria del hombre dichas por la modernidad son,
aparentemente, tan superfluas como los jardines de Babilonia. Un simple cambio en
el clima lo hará retroceder a la Edad de Piedra puesto que nada de la
tecnología actual tiene la capacidad de sobrevivir más tiempo que una pirámide
de Egipto o un Machu Picchu; es demasiado delicada para ello. Si esto es así
quiere decir que la intriga de Dios, si bien ha sido relegada a un último lugar
por la distracción que producen las luces de colores de la tecnología, no ha podido
ser realmente superada en la constitución del ser humano ni menos ha
desaparecido, por lo que no queda más remedio que ser retomada por el hombre
posmoderno.
Un nuevo Dios
Pero ¿hablar de un
nuevo Dios significará que hubo antes alguno viejo o muerto? ¿Querrá decir que este
recién llegado sí tendrá una existencia comprobada fuera de toda duda?
Aventurar una afirmación como esta indudablemente supondrá una serie de aseveraciones
previas confirmadas en alguna medida. Mas lo primero que habría que hacer es
diferenciar entre lo que el ser humano piensa que existe y lo que realmente
existe. Lo más común entre los hombres es lo que se llama el creer. Ningún
animal actúa en base a alguna creencia; siempre lo hace sujeto a la información
veraz que recibe. La creencia es más bien una información que solo se da en la
mente humana y, en la mayor parte de los casos, corresponde al resultado de un
proceso acerca de la realidad, algo
que se dice sobre ella pero que no es
el fiel reflejo de lo que es. Lo único en nosotros que sí interactúa con
certeza en la naturaleza son nuestros sentidos pero cuando los dejamos fluir
espontáneamente, no cuando los constreñimos —pues en ese caso estarían
perturbados por nuestras ideas sobre las cosas.
La preocupación por
el tema de Dios obviamente es un asunto exclusivamente humano; para el resto de
criaturas vivas éste no figura ni como interés ni como problema. Y si se da por
sentado que lo humano implica por principio tener una visión prejuiciada de la
realidad (o sea, tamizada por nuestra propia mirada) obligatoriamente el asunto
divino pasará entonces por ser una manera cómo el ser humano lo concibe, no
sobre si es verdaderamente real o no. De modo que se podría afirmar que el
misterio de Dios, como todos los demás, no corresponde al terreno de la
realidad sino únicamente al de la percepción que tenemos de ella.
Todo esto supone
entonces que intentar resolver un hecho específicamente humano (de percepción)
mediante la experimentación científica (lo cual solo se puede hacer en la
propia realidad) resulta un contrasentido tan grande como intentar medir las pensamientos
con una regla. Lo que el ser humano expresa sobre
la realidad no es lo mismo que la
realidad, por lo tanto la idea que se
tenga de Dios no puede ser igual que la certidumbre
de su existencia. Dios, como entidad material, puede que no exista, sin embargo
lo que al hombre le interesa, valida y le preocupa es lo que él puede captar y
sentir y que identifica como Dios. Por lo tanto son dos cosas distintas.
Los escépticos de
todos los tiempos han utilizado el argumento de “la prueba física” como su “mejor”
arma sin que jamás hayan conseguido hacer nada para disminuir el número de
creyentes. A pesar de eso insisten en lo mismo sabiendo de antemano que la
ciencia actual, como cualquier otra ciencia, no tiene las herramientas necesarias
para intervenir sobre categorías inmateriales (o sea, demostrar la
“materialidad” de una interpretación, de una idea). Más bien dejan a la
sicología (que es una ciencia meramente deductiva) como árbitro absoluto,
dándole una autoridad sobre el conocimiento del hombre que, a quien la conoce
bien, le consta que aún no posee. La sicología todavía es una mezcla de escuelas
y posiciones encontradas tan disímiles que es difícil imaginarla como un saber consolidado
y unificado. Poco se gana con suponerla autosuficiente para dictaminar, desde
su inestable sustento teórico, acerca de asuntos tan complejos como el de Dios.
Si es así el problema
de Dios estaría en el mismo lugar de siempre: en la mente del hombre, sin que
esto signifique que Él pueda o no “tener existencia” al margen de lo que opine
el ser humano. Hay muchas cosas que sabemos que no tienen realidad objetiva pero
las damos por sobreentendidas como pasa con las matemáticas. El número uno, la
unidad, fuera de en nuestro interior, no posee “existencia”, pero para nosotros
sí, y eso es lo que cuenta. Lo mismo para el caso de Dios; puede que éste tenga
una constitución que sea imposible de ser captada por el hombre o que tal vez sea
un invento exclusivo nuestro, pero la noción que tenemos sobre Él sí nos puede convencer, tanto como estamos seguros que uno
más uno es dos aunque nada de esto ocurra en la realidad.
Por otro lado hay
quienes apelan a la historia de la filosofía occidental y argumentan que plantear
hoy en día el asunto de Dios es un “ir hacia atrás” dado que el pensamiento
humano “ya ha evolucionado”, considerando ello como un falso problema (o como un
no problema). Quieren hacer creer que el filosofar es similar a una ciencia que
“acumula” conocimientos con el paso del tiempo (esto producto de una era donde
predomina el método científico en que lo que se dice hoy vendría a ser la suma
de todo lo sabido). Pero eso es engañoso; la filosofía (en opinión del autor) es
más parecida al arte que a la ciencia en el sentido que con cada pensador
aparece una nueva forma de ver al hombre y al mundo, o sea, es solo un punto de
vista, y el que se hayan producido millones de ideas anteriormente no quita ni
pone a las nuevas pues cada filosofía tiene su propia identidad. Cuando se
estudia, por ejemplo, la poesía no se puede argumentar que “la nueva” es obligatoriamente
mejor que “la antigua” puesto que el análisis comparado demuestra que cada generación
tiene la suya y es completa en sí; aquí no se da tal sumatoria que se realiza
“sobre los hombros de gigantes” como se justifica comúnmente al saber
contemporáneo. Cada artista, como cada filósofo, es un nuevo comienzo, es la
creación del mundo para el hombre; es un Adán sin el complejo de serlo pues los
únicos que ven mal a quien empieza desde cero son aquellos que quieren
perpetuar el orden establecido, esos que imaginan la historia humana como una
línea continua de menos a más (y donde ellos están al final de la progresión).
Los momentos previos
a las caídas de los grandes imperios suelen estar saturados de individuos que califican
cualquier intento de cambio de “verdades” como de disparates o “complejos
adánicos” puesto que, según dicen, “se quiere ignorar todo el conocimiento alcanzado
hasta el momento”. Sin embargo, ¿de qué sirve esa inmensa “base de datos”
aportada por el pasado si no es justamente para negarla, para darnos cuenta que
todo ello fue “un error”? De modo que el asunto no es “subirnos a los hombros
de gigantes” sino más bien aplastar a estos para que no nos sigan perturbando. Si
realmente se quisiera aplicar con todo rigor tales máximas —que el saber es una
acumulación de conocimientos— se tendría entonces que incorporar al bagaje
contemporáneo la información de todas las tablillas sumerias hasta ahora
conservadas, rescatar del olvido los miles de volúmenes de escrituras
teológicas hechas durante siglos o sistematizar la enorme experiencia sobre la
naturaleza que poseen muchos de los pueblos ancestrales aún existentes. Pero
nadie quiere hacer eso porque a nuestra era solo le interesa aquello que sirva
para reafirmar su promesa, la modernidad, considerada como “la única verdad del
mundo en que vivimos”, no así difundir otras “verdades” que sostengan lo
contrario. Más aún, en los sistemas educativos actuales se establece que lo que
no es moderno debe ser visto como “lo equivocado”, algo superado por “lo cierto”
que es lo moderno.
En conclusión, por lo
visto los cambios y revoluciones que se dan en el devenir humano no son simples
“saltos cualitativos” —o “más de lo mismo” pero dicho de otra forma (como se
postula ahora)—; en realidad se trata de verdaderos cismas en las creencias
sobre lo que es el hombre y el mundo, giros de 180 grados hacia posiciones
jamás sospechadas o, en algunos casos, anteriormente desechadas. Pero decir
esto es normalmente tomado como un horror por el orden establecido (y con suma
razón) y también como una falsedad. Sin embargo, guste o no, ello es como la
muerte, que por más que se la niegue y se repudie tarde o temprano llega produciendo
el mismo efecto de siempre.
¿Qué es Dios?
Negar la validez del
problema de Dios tanto como tomarlo como “algo estudiado y agotado” son dos posiciones
que no llegan a invalidarlo y eliminarlo de la mente humana. Esta postura
negacionista se hace patente hoy en la mayor parte de las aulas universitarias donde
dicho tema ya no se plantea pues se da por sentado que “es una pérdida de
tiempo” y que “a nadie interesa —relegándolo a ser una preocupación meramente
personal”— o bien presentándolo simplemente “como un problema imaginario y del
pasado”. Es de esa forma cómo se “superan” estos y otros muchos asuntos
incómodos: con el simple acto de desconocerlos, descalificarlos, ningunearlos y
olvidarlos. A muchos filósofos actuales les preocupa más, por ejemplo, la
estructura de las palabras o el organigrama de la ciencia que tocar tales “casos
inútiles”. Pero lejos de ser una cuestión vana el concepto Dios es tan
importante que sin éste no habría ni hombre ni sociedad.
Dios es un punto
medular, la piedra de toque de toda la conformación del hombre. Reemplazarlo
por las “modernas” teorías de las necesidades, la supervivencia o la lucha del
más fuerte es solo una ilusión, útil para este tiempo, pero inconsistente a los
ojos de los verdaderos filósofos. Una ciencia como la antropología, por más que
reciba la ayuda de la biología molecular y de muchas otras, no puede dictaminar
sobre aspectos que van más allá de su campo y que pertenecen estrictamente al terreno
de las ideas. Si hay algo que diferencia al humano del animal son sus ideas; en
lo otro es totalmente igual. De modo que si de estudiar al hombre se trata pues
lo más importante será esto último: qué es lo que lo hace ser lo que es, o sea,
sus ideas. Las neurociencias, así como la física nuclear, buscan
alquimistamente las bases de lo inmaterial en lo material, lo cual es un
absurdo, pero un absurdo muy rentable.
Ahora bien, ¿por qué
es importante el tópico de Dios en cada revolución humana? Porque sobre o
alrededor de éste es que el hombre empieza a construir el mundo. El ser humano
no puede ni siquiera empezar a pensar como humano sin antes establecer las
reglas de juego. ¿De qué juego se está hablando? Del juego humano, de aquel que
es propio de un ser que debería transitar como animal por la Tierra pero que no
lo hace ya que pretende ir en contra de la naturaleza. Esas reglas de juego consisten
en predeterminar, antes de actuar, quiénes suponemos nosotros que somos y para
qué somos lo que somos. Si eso no estuviera previamente “resuelto” o definido (aquello
que nos hace ser seres humanos) y solo nos dedicáramos a alimentarnos y
reproducirnos (como sostiene el evolucionismo) simplemente seríamos unos animales
más. Pero no lo somos, por lo tanto hay en nuestros adentros un elemento
“antianimalizador” que nos impulsa a vivir de un modo no animal, algo
aparentemente contraproducente con respecto a “la realidad” (ver El impulso filosofante de quien suscribe).
Esas reglas, esas explicaciones, esas razones que hasta el momento el hombre se
ha dado a sí mismo son las que desde siempre se han sintetizado en un solo
concepto globalizador: Dios.
No es que éste consista
en una ‘persona’ igual a nosotros; es, por el contrario, más que un ser humano
o algo parecido. Es aquello que está por encima de nosotros, que nos supera en
dimensión y en tiempo. Es la causa por la cual los hombres suponemos que no
somos animales. Es aquel que por su intervención, por su existencia o
influencia teóricamente nos hemos visto obligados a vivir como vivimos. Sin la
idea de que Él está detrás de todo esto (detrás de la realidad tal como la
percibimos) nada tendría sentido para nosotros salvo seguir las leyes de la
naturaleza (o sea, ser animales). Dios es entonces más que un ente: es la
totalidad trascendente, eso que sabemos que no estamos en capacidad de conocer,
solo de intuir.
Pero esta noción,
idea o concepción de lo que llamamos Dios es tan imprecisa, tan inalcanzable
(pero al mismo tiempo tan presente) que hasta ahora no hemos podido coincidir
entre nosotros sobre cómo es o cómo puede ser que sea. Hay tantas percepciones de
Él como seres humanos existen y eso, por lo tanto, lo vuelve un asunto inasible
e incognoscible. Pero que esto sea así no significa que los hombres no podamos
ponernos de acuerdo en presentarlo de un modo tal que sea entendible para una
gran mayoría. Cuando muchos concuerdan en una específica apreciación sobre Dios
no es extraño que se junten y formen una sociedad. ¿Qué fue lo que creó la Era
Cristiana o los Estados Unidos, por ejemplo? Pues una idea común de Dios, algo
que está por encima de las razas, costumbres y culturas. Porque lo cierto es
que, a pesar de las grandes diferencias que los humanos podamos tener, cuando
dos individuos o más coinciden en la creencia de un mismo Dios estos se
convierten en miembros de un nuevo clan, una nueva familia, una nueva sociedad:
se hacen uno (tal como pasa en el matrimonio, que siempre se realiza ante Dios).
De modo que la idea de Dios puede que no sea posible de ser comprobable
físicamente o mediante la lógica (¡qué cosa lo está en el ser humano!) pero
sirve para construir la idea del hombre. Se pueden proponer millones de planteamientos
acerca de cómo ser seres humanos y todos ellos no servir para atraer ni agrupar
a nadie; en cambio basta una sola idea bien armada y convincente de lo que es Dios
para que sea factible crear sociedades y civilizaciones enteras (prácticamente
todos los pueblos nacen en torno a un Dios o dioses comunes).
Nunca se ha sabido de
una cultura que haya aparecido sin un Dios al frente como bandera, como
amalgama; ni siquiera la sociedad moderna con sus aires de profana y
“científica” lo ha hecho pues el drama de su instauración está plagado de
enormes esfuerzos por adecuar al Dios de la modernidad dentro de la estructura
de la sociedad de mercado (el protestantismo o el judaísmo, las dos confesiones
que gobiernan el planeta, son una prueba contundente que este Dios sí “existe”,
aunque investido con el traje del comercio, del Dios Mercurio). Actualmente, a
pesar de los que anunciaron su muerte, este Dios sigue vivo y presente aunque
no se parezca al “viejo Dios” medieval europeo en sus formas pero sí en su
fondo. Dios, como siempre, es el que explica y conforma al mundo, más allá de
los deseos e intereses humanos, y es quien interviene para que los hombres no sean
los animales que deberían ser. Incluso hasta en los más desespiritualizados
billetes de la banca Él está presente, y tampoco se lo ha podido erradicar del
lenguaje común ni del especializado. Además, aún en contra de su voluntad, hasta
a los más acérrimos escépticos y no creyentes los entierran, les guste o no, en
medio de pompas fúnebres plagadas de rituales divinos. Nadie puede escapar a
ello.
El Dios que vendrá
Solo falta entonces
completar esta evaluación describiendo qué nueva forma adquirirá tal vez Dios
en la futura sociedad que reemplazará a la moderna occidental. Como se ha
dicho, no existe civilización o cultura que no se genere en torno a una promesa
constitutiva que funcione como un norte hacia el cual ir, anhelando un mañana
cargado de respuestas a las principales inquietudes humanas. Todo este cúmulo
de razones y explicaciones se suelen agrupar en un concepto concreto y
comprensible, en un solo símbolo unificador que conlleva además toda una serie
de elementos que sintetizan la variabilidad de la experiencia humana: Dios.
Dios es entonces la
suma de lo real e irreal, de lo visible e invisible, de lo posible e imposible
en el ser humano; eso es lo que lo hace Dios. Es una totalidad muy parecida a
lo que el hombre percibe que es la realidad, solo que, a diferencia de ésta, Dios
no es caótico y tampoco abisma; Dios es más bien el orden inteligible al cual el
ser humano puede acogerse sin miedo. Ante el mundo que es extraño, mudo y frío,
se opone un Dios humanizado, dialogante y afectivo. El hombre, criatura perdida
ante sí mismo, encuentra en Dios la seguridad que requiere para no desquiciarse
pues es la única manera de ordenar la realidad —algo que va más allá de saber
cómo se comportan las plantas o los átomos. Conocer parcialmente (y desde el
punto de vista humano) la forma de manipular la materia no significa en lo
absoluto dominar a la naturaleza como pretende insinuar la visión oficial
modernista. Los avances de la física (principalmente en el campo bélico) no
implican que ya se tengan a la mano las respuestas a todos los fenómenos del
Universo. Existen aún infinitos espacios que la ciencia oficial no toca o no quiere
tocar y que son verdaderos misterios para el hombre actual los cuales se dejan astutamente
de lado para solo exhibir los conocimientos más convenientes (“el poder todo lo
sabe”, se dice, “y lo que no sabe está por saberlo o es falso”). Siempre que el
ser humano logra reunir un gran ejército con una enorme capacidad destructiva
siente que ha adquirido la facultad de decidir por la vida y la muerte tanto
del planeta como de su propia idea de Dios. Ninguna de estas dos cosas (vida y Dios)
le parecen lo suficientemente fuertes para oponerse a sus máquinas de guerra,
por lo que las ve como inermes e incapaces, carentes de toda autoridad para
decirle a él qué es lo que debe hacer.
De este modo Dios navega
en nuestra mente desde ser “las consecuencias de nuestra ignorancia” hasta “la
explicación de todo lo existente”. Algunas veces la idea se acerca o se aleja
de cada extremo, dependiendo regularmente de qué tan bien vayan la recolección
o las cosechas o en qué medida se puedan acumular diversos objetos para darle
muerte a nuestros congéneres. Pero lo único que no podemos hacer es convencernos
de que Dios no existe. O bien lo podemos esconder y minimizar en el fondo de nuestra
conciencia y cada día decir que se trata solo una actitud infantil o, por el
contrario, lo podemos maximizar hasta el punto de suponer que los hombres no
hacemos nada por nosotros mismos pues todo responde a su voluntad (demás está aclarar
que nada tiene que ver esto con el realizar o no ciertos rituales religiosos
pues a todos nos consta que se pueden llevar a cabo muchos o ninguno y no
influir ello en nada de lo que pensamos sobre Dios y lo divino).
Cómo será
Toca ahora prefigurar
cómo tendría que ser Dios en una nueva circunstancia por la que el hombre debe
pasar para deshacerse de una experiencia fracasada y reemprender el camino de
búsqueda hacia la tan ansiada paz consigo mismo y con el resto de la realidad.
El Dios que tiene que venir, como es en todos los casos, debe adquirir ante su
futuro creyente una dimensión que subsane los errores cometidos en el pasado.
Durante la etapa de la sociedad de mercado Dios fungió de Mercurio, de Dios
Comercio, y se lo tuvo bendiciendo todo tipo de transacciones, muchas de ellas
nada santas, entre vendedores y compradores de artículos diversos. En su nombre
la usura y el agiotismo se convirtieron en virtudes admiradas y adoradas por
todos. El comerciante lo usó como estandarte y lo predicó como si de un juez de
litigios se tratase, supuestamente decidiendo quién era el que tenía la razón
en los pleitos por los diversos negocios. Con este Dios se ordenó al mundo moderno
de tal manera que el planeta se convirtió en una cantera y Él su proveedor. Se
dijo, durante su prevalencia, que la falta más grave era atentar contra el mercado,
apropiarse de aquello que era ajeno (el robo), maldiciendo de paso a quienes no
cumplieran con los contratos de compra-venta, en especial, de los que
adquirieron la mayor cantidad de bienes (o sea, los ricos). Esta es la forma
cómo la modernidad quiso ver a Dios y lo vio, cómo lo invistió y de qué manera
lo definió dándole el papel que fue el más conveniente. Los ricos vivieron
felices con tal noción agradeciendo de paso a quienes así lo construyeron (sus
filósofos). Pero lamentablemente la gran mayoría de la humanidad, como siempre,
resultó la gran perdedora con este Dios-guardián-de-las-riquezas.
Ante ello la pregunta
que surge es ¿puede el Dios pleno, el Dios-total (y no el
Dios-conciencia-privada moderno) renacer en la mente de los hombres? La
respuesta es sí, y no se trata de inventarlo sino más bien de descubrir otro de
sus rostros, sus otras formas de ser y manifestarse al ser humano escondidas y
escamoteadas por la parafernalia mercantilista. Pero querer encontrarlo en el
mismo cajón donde se lo suele buscar (en el de la filosofía razonal occidental de
la especulación a base de palabras) puede resultar vano pues hay todo un mundo,
un universo de expresiones en donde también se lo puede hallar. La civilización
occidental con su filosofía, pretende, en su egocentrismo inveterado, seguir asegurando
que solo ella tienen la potestad de enarbolar lo creíble y verdadero y que
únicamente de sus canteras puede emerger algo que tenga valor. Como imperio que
es no se resigna a ceder su puesto y entender que su mirada no es la única que
el hombre tiene; que existen tantas otras como seres humanos se den en la
historia. Todo lo que esta civilización tenía que dar ya lo dio y ahora carece
de fuerza y de ingenio para reciclar su dominio; ahora le corresponde ceder
paso a lo nuevo, a lo que llega cargado de energías y promesas de ser la
respuesta durante tanto tiempo buscada.
El Dios de Occidente,
ese ser platónico transformado por el cristianismo en un juez privado, ha
culminado; ese es el Dios que ha muerto. Cuando la fe, como el amor, se va ya
no regresa. Ahora Dios debe venir de otro lugar, de otra experiencia humana con
diferentes maneras de entender la misma realidad. Mas Occidente intentará hacer
creer que, si cae, se irá con ella toda la humanidad. Siempre los imperios ansían
arrastrar a todos los pueblos hacia su tumba (como lo hacían los antiguos reyes
con sus consortes y séquito) pero solo ellos morirán, mientras que las naciones
oprimidas se levantarán y mostrarán sus propias verdades. Entre estas está la
andina.
El Dios andino
El Dios andino es un Dios
que no habita en la razón sino en la sensación de todo ser vivo. Dios no
necesita que sus criaturas sean sabias o tengan pensamientos elaborados para
que lo perciban; cualquiera lo puede ver porque es la realidad primera. Dios no
tiene porqué estar más allá, en algún lugar imaginario solo accesible para los
filósofos; Dios es el primer peldaño de la vivencia humana, lo que está antes
de que seamos humanos, no lo que está al final.
Occidente caracterizó
a Dios como lo invisible, como aquello que se deduce después de un complicado sistema
de suposiciones. Alejó a Dios del hombre al punto que ya nadie lo pudo alcanzar
para, finalmente, con la entronización de la razón, ubicarlo en el subconsciente,
equiparándolo a un fenómeno de la mente cuando ésta se halla desocupada o
alterada. Occidente puso al hombre en vez de Dios y planteó que el humanismo
era lo real, y que lo que la razón no pudiese concebir no existía pues ella lo
era todo, el nuevo absoluto que abarcaba la completa realidad. La razón se
convirtió en la herramienta del poder humano para demostrar que el Dios era él.
Ese fue el pensamiento moderno, el que reinventó al hombre nombrándolo como “un
ser superior que se alzaba cada día más sobre sí mismo para acceder a alturas
inimaginables”. La embriaguez fue tal que hasta el Universo se vio
empequeñecido ante la posibilidad de ser conquistado y subyugado, tal como rezaba
el ideario moderno. El hombre era el creador, no Dios, dijo.
Sin embargo el Dios
andino está donde debe estar: frente a nosotros, debajo de nosotros, encima de
nosotros. Siempre procurando no distanciarse mucho para que no perdamos el
sentido de las cosas. Solo cuando bebemos el licor de la razonalidad es que nos
alteramos y damos discursos a la pared alabando nuestras grandezas. Pero
mientras no lo hagamos, mientras permanezcamos lúcidos, el Dios andino nos
alumbrará, nos acariciará, nos alimentará, nos abrigará y, por qué no, también
nos asustará. Porque este Dios es tangible, palpable y dialogante, demasiado
presente como para decir que no está. La historia andina, al no haber elaborado
nada parecido a la modernidad, no se halla contaminada con la idea de un hombre
capaz de hacerlo todo, incluso hasta de vivir sin Dios. Como pasa muchas veces
no es que el ruido no se dé sino que el oyente está sordo o no lo quiere
escuchar. El hombre andino no ha perdido su capacidad auditiva como para no oír
a Dios a su alrededor.
Si uno visita los
pueblos del Ande observará que algo los caracteriza: no conciben el ateísmo.
Ser ateo en el mundo andino es un imposible pues no se encuentra en las perspectivas
de esta cultura. Algunos vinculan el ateísmo con la tecnología y piensan que
aquel que posee la occidental más actualizada obligadamente es un escéptico o tendrá
ese talante. Pero no es así. En el Ande la tecnología de punta de Occidente
convive y se humaniza pero siempre frente a Dios. El andino, para incorporar un
objeto a su entorno, no lo pasa por un juicio humano sino que lo lleva a
bendecir a Dios. Dios es entonces quien humaniza al hombre y a sus cosas. Sin Dios,
en el mundo andino, no puede haber hombre porque es Dios quien hace lo humano
(un ser sin dios es solo un animal). En las alturas de Bolivia se llevan los
automóviles nuevos a challar, o sea, a ser bendecidos por los religiosos del
templo de la Virgen de Copacabana, lugar sagrado desde hace miles de años, antes
incluso que llegaran los españoles con el cristianismo. La gente que lo realiza
no es precisamente ignorante; son andinos contemporáneos exitosos en los
negocios y en la vida pero que no conciben la tecnología de la manera atea como
se la toma en Occidente. Lo que hacen es darle espíritu a la materia y ello
solo se logra mediante la intervención divina.
Las fiestas,
procesiones y manifestaciones religiosas del mundo andino no solo están vivas y
calientes sino que se retroalimentan día a día gracias al contacto permanente
con el motivo de sus afanes: Dios. A diferencia del cristianismo occidental,
que habla de un ser ubicado en planos ajenos a la realidad (el Cielo, la Idea)
la fe andina sabe que Dios está dentro y fuera de la naturaleza sin serlo. Hay
quienes piensan que se trata de un “animismo primitivo” o de un “panteísmo
arcaico no superado” simplemente porque no se emplea el razonamiento filosófico
propio de Occidente para explicarlo y sustentarlo, pero eso es solo un
prejuicio cultural (el creer que una cultura dominante es superior porque
“piensa mejor”). Occidente, como todo imperio, supone que también lo es debido
a que “posee la filosofía correcta, además de la religión más elaborada, la
verdadera”, en un acto que, más que soberbia, revela un poco de infantilismo y
pedantería. Los imperios lo son por su capacidad y poder militar y el ejercicio
de su fuerza política, no por la bondad de sus ideas.
El Dios andino no
exige filósofos que lo piensen y analicen para poder ser y manifestarse. El Dios
andino es el Dios de todos, de los grandes y de los chicos, de los sabios y de
los necios, de los pobres y de los ricos. En una ceremonia andina se ve tanto a
unos como a otros juntos y revueltos, sin hacer notar sus diferencias puesto
que incluso los más adinerados se vuelven simples individuos a la hora de
rendirle tributo. Nadie cree ni por asomo que el que tiene fortuna lo es porque
“Dios lo ha bendecido”, cosa propia del pensamiento protestante occidental. En
el mundo andino no se procura poner palabras en boca de Dios ni imaginar que Él
se comporta de tal o cual manera (pues no es un dios humanizado). Nadie intenta
“definir” cómo tiene que ser Dios para con ello dictaminar a quiénes “bendice”
y a quiénes no. El obtener o no riquezas no es un atributo propio de Él; nadie
lo ve así. Dios no es un distribuidor cuya función es otorgar prosperidad; esa
es la mirada de un comerciante occidental que quiere entenderlo de tal manera.
El Dios andino lo es para todos y para todo, para hombres, animales, plantas y tierra
(y no solo para el que le reza y le hace sacrificios). Su acción comprende el
sostenimiento del mundo, no así el repartir beneficios y premios a la gente.
La resacralización de la vida
El hombre andino
entiende que Dios está más allá del hombre, que no se agota en tal criatura. Dios
es una realidad que se encuentra por encima de la existencia humana y seguirá estándolo
aún cuando esta especie desaparezca. Suponer que Él va a dejar de existir
cuando el hombre ya no esté para pensarlo es una necedad tanto como creer que
el Universo terminará cuando lo hagamos nosotros. De esto se desprende una
relación con Él que implica una toma de conciencia de qué es el hombre frente a
Dios. La fe andina tiene en claro que la grandeza de Dios es abrumadora y que
nada de lo que el hombre haga puede siquiera hacerle sombra. Por ello lo mejor
que el humano puede hacer es imitarlo, en el sentido de ser tan generoso y
correcto como lo es Él. Dios, en el Ande, no es un concepto que cambia con
quien lo defina; es una realidad dada a la mano de aquel que la busque. Por eso
aprender de Él no es asunto de una teología especializada respaldada en una razón
superlativizada; es solo un esfuerzo de observación y sentido común. La fe
entonces, en el mundo andino, es algo natural; la negación de Dios, lo difícil
de sustentar, lo ajeno a la realidad.
Muchos dirán que lo
que observan en el Ande es solo un ritual cristiano mezclado con paganismo. Esa
es la postura de quienes se resisten a ver o de los que quieren entender las
cosas desde su punto de vista. Lo cierto es que, cuando se analiza bien, es
fácil darse cuenta que los símbolos pueden ser cristianos pero que lo que los
sostiene, aquello que los hace creíbles es el sentido de la vida y la filosofía
interna del mundo andino. La cruz puede estar en la cumbre de un cerro pero en
realidad no se adora a dicho símbolo sino al propio cerro coronado por tal
cruz. El clero católico quisiera creer que todos ven a un Cristo reflejado en
ese elemento, pero lo cierto es que no es a Cristo a quienes ven sino a una
entidad que es propia, local: a la Pachamama, la Madre Tierra, quien es también
una parte del Dios andino el cual no necesariamente tiene sexo ni es persona ni
es unidad.
Animismo o no, todo
en el mundo andino es divino y sagrado. La vida es sagrada, algo que hace mucho
tiempo se perdió en Occidente donde sus expresiones guerreras y empresariales son
una prueba contundente del fracaso de ese “pensamiento moderno superior” que
desacralizó las cosas. El Dios andino en cambio está presente en todo y el
hombre debe saberlo para poder valorarlo. Es como si estuviésemos de invitados
en una casa donde lo que observamos nos es ajeno, no nos pertenece y tampoco
tenemos autoridad para decidir sobre ello. Si en un arrebato de locura dijéramos
que esa casa y todo lo que hay allí es nuestro simplemente por el hecho de encontrarnos
en dicho lugar nos considerarían locos y nos echarían. La actitud apropiada es
respetarla y no tocar lo que no nos es propio pues puede estropearse. El andino
actúa de ese modo con la Tierra: no es nuestro planeta, dice, sino de Dios, por
eso tenemos que cuidarlo, agradeciendo por el contrario el que lo estemos
usando.
En cambio el
occidental se ha intitulado dueño absoluto de lo que no creó y piensa que es el
rey y guardián de lo que está a su alcance solo por el hecho de percibirlo y
tenerlo a su disposición. Ha degradado a la naturaleza declarándola tierra abandonada
y, a la manera de los pioneros norteamericanos, se ha apoderado de lo que puede
bajo la idea que “no es de nadie”, aunque allí hayan existido seres que la
ocupan desde hace miles de años. Lo mismo piensa del Sol, de la Vía Láctea y
del Universo. Todo ello “no es de nadie”, es “cosa”, y con esta máxima, creada muy
oportunamente por sus filósofos y científicos, tiene la pretensión de tomar
posesión absoluta “en nombre de la grandeza de la humanidad”, tal como ha
pasado con la Luna (humanidad que ya sabemos no abarca a la totalidad pues los
únicos que tienen derecho a llamarse así son los habitantes de los Estados
Unidos de Norteamérica).
La modernidad
necesitó matar a Dios para poner en su lugar al hombre y así hacer del mundo una
cantera (el “qué comerciar”) y un mercado (el “dónde”). El andino por el
contrario necesita revalorar a Dios para hacer de la Tierra un lugar donde
pueda manifestarse plenamente la vida. Mientras se siga pensando que el ser
humano está por encima de todo nuestro destino será nuestra muerte y la muerte
de lo que nos rodea. Lo que necesitamos ahora es recuperar la cordura y entender
quiénes somos y cuál es nuestra verdadera dimensión. Un simple rayo solar basta
para, en unos segundos, acabar con la era moderna incinerando todos los
aparatos eléctricos. Un pequeño cambio en la configuración terráquea puede
significar el fin de nuestra especie sin que nuestra tecnología sea capaz de
impedirlo. ¿Puede, ante esto, seguir pensándose que el hombre es el autor de la
realidad solamente porque la puede concebir y sistematizar con su razón? ¿Puede
el ser humano suprimir la idea de Dios para dedicarse con vehemencia solo a
trabajar y así hacer dinero para comprarse viviendas y automóviles como si esto
fuese el objetivo de su existencia? Muchas preguntas aún son posibles de
hacerse, pero lo cierto es que, sobre los errores y barbaridades que unos hacen,
hay quienes reaccionan y realizan esfuerzos por demostrar que no todo está
perdido. Con el Dios andino volvería la fe, el buen sentido de las cosas y el
respeto por la vida y la naturaleza. Estas pocas razones podrían ser
suficientes para justificar su reivindicación y difusión por toda la especie
humana.