domingo, 24 de julio de 2011

Educación y mundo andino

¿Cómo se plantea la educación actualmente y cuál es el drama que ésta genera tanto a los pueblos como a sus clases gobernantes? ¿Qué es educar: modernizar, conservar los valores, cambiar, mejorar? ¿Qué consecuencias trae la aplicación de estas diferentes visiones en las distintas naciones? ¿Habrá alguna mirada futurista que nos augure una solución al problema, no solo de la educación, sino también de la humanidad misma? Intentemos algunas respuestas.

Un poco de teorización

¿Por qué la educación es un tema prioritario y coyuntural para todos los pueblos? Porque a través de ella es cómo estos se consolidan y perpetúan, de ahí que la garantía de que lo elaborado tan trabajosamente no se pierda en el tiempo es legarlo y encargarlo a las generaciones venideras. Es un impulso natural que los seres humanos tenemos hacia la prolongación de nuestro ser más allá de la muerte, una manera figurada de derrotarla y eternizarnos.

Siendo esto entonces algo tan gravital, como si de una repartición de herencia se tratase, es que ella debe ser trabajada con el mayor cuidado posible, tarea que tienen a su cargo todos los Estados y gobiernos del mundo casi sin excepción. Por lo general dicha labor la asumen determinadas personalidades especializadas quienes procuran recopilar los principales conceptos que sus gobernantes consideran como prioritarios.

Pero como todo gobierno y Estado es diferente es muy común que lo que se dicta en una nación no coincida con lo que hace en otra, y esto se debe a las diferentes realidades que cada una posee. Si la educación fuese un ente neutral y universal, como se dice que es la matemática, no habría diferencias en ningún lado; sin embargo las hay, por lo tanto la educación no cumple con la noción de ser un estándar cultural.

Eso quiere decir que pretender universalizar una forma de educación para crear un solo tipo de ser humano no solo es una contradicción (pues no existe ello en la realidad) sino es más bien una imposición de parte de una determinada cultura sobre todas las demás, producto de un proceso conocido como imperio. Desde este punto de vista la noción “globalización” no sería otra cosa que un término creado para llamar de una manera indirecta a lo que es imperio.

Ello nos obliga entonces a entender el proceso educativo desde ópticas ajenas a las posturas de moda (como la de la Sociedad de Mercado) y tratar de enfocarla más como una estructura interna correspondiente a la identidad e individualidad de cada grupo humano que como un constructo teórico. La desaparición de la diversidad puede ser un ideal para algunos pero ello no se corresponde con un consenso universal, de modo que cada quien siempre considerará que la herencia de sus padres es preferible a asumir la de otros con quienes no tiene nada en común y que, por el contrario, lo relegan a planos menores dentro de las estructuras sociales.

Dos maneras de entender la educación

Este planteamiento nos lleva de la mano a un debate interno: cuál de las dos vertientes (la educación oficial y la tradicional) sería la más conveniente para una nación. En la mayoría de los casos las elites gobernantes, debido a sus múltiples alianzas y compromisos establecidos con la potencia dominante, optan por asumir la cultura de su par superior, e incluso su nacionalidad, considerando esto como un acto de “sensatez y racionalidad” en la medida que ello produce beneficios. Eso se traslada hacia las instituciones públicas quienes se ven en la obligación de acatar tal filosofía política, estableciéndose como consecuencia un perfil de “individuo a lograr” que por lo general no suele coincidir con el del habitante del pueblo.

Desde esta perspectiva la educación se convierte, más que una conservación de los valores propios, en un esfuerzo gigantesco por desculturizar y reaculturizar a la población, una cuesta arriba que solo puede producir resultados desastrosos que se hacen visibles a través de la confusión de los valores, la desorganización y el caos reinante en los pilares de nuestras sociedades. Se invierte el sentido de educar-conservar por el de educar-cambiar, proyecto siempre fracasado pero que es una triste realidad en la mayoría de los países y pueblos dominados. Ni se logra asimilar a la otra cultura ni se consigue erradicar la propia.

Eso quiere decir que, en épocas imperiales, se da por sentado la existencia de una “cultura” específica entendida como una noción universal (cultura que suele coincidir totalmente con la del pueblo dominante) y de una “subcultura” o seudocultura que se presupone atrasada, incompetente y que es la causa de todos los males de la humanidad. Cuando vemos por ejemplo los argumentos que utiliza la actual potencia mundial (Estados Unidos) para justificar sus variados actos de invasión estos se suelen referir a que “se busca cambiar la situación de atraso e ignorancia que ocasiona en tales pueblos el apego a sus culturas originarias”.

Consecuencias de la existencia de estas dos educaciones

Esa relación de poder dominante-dominado ha llevado a la creación de una serie de dicotomías como las de “modernizar versus conservar”, “Occidente y resto del mundo”, “conocimiento e ignorancia”, sumadas a la de “progreso versus atraso”, “avance versus retroceso”, “mejora versus empeoramiento”. Se han formado así dos polos opuestos donde en el “positivo” se hallan los valores propios del imperio de turno mientras que en el “negativo” están aquellos del avasallado. Es obvio que en los programas educativos oficiales de las naciones dominadas no se lo presenta así, de una manera gruesa, sino sutilmente, empleando mecanismos atenuantes para no causar rechazo entre la gente que va a ser “educada” (o mejor dicho, reeducada, pero en los esquemas dominantes).

Pero creer que la educación solo le compete al Estado es un error, puesto que ya se ha visto que se trata de un proceso de transmisión de valores y a ello también se dedican otros estamentos de la sociedad entre los que tenemos a las fuerzas armadas, las religiones, las fuerzas productivas y los medios de comunicación. Estos también aportan su cuota para completar o cerrar el círculo comunicativo de tal modo que no queden espacios libres que debiliten la difusión de los mensajes. Dichas entidades, como dependen también del Estado y de su clase dirigente, suelen adaptarse al discurso oficial y acomodar sus criterios a la visión oficial en la que educar tiene por objetivo orientar, transformar y consolidar el tipo de ser humano que el Estado prefiere (y que es el aculturado).

Quiere decir que en los países colonizados o sometidos se produce un tremendo desencuentro cultural que proviene de esta lucha de criterios. Por un lado está la tradición, que no es otra cosa que la suma de toda la historia de un pueblo, y por el otro los intereses de los gobernantes deseosos de moldearlo para los fines inmediatos que demanda el imperio. Mientras que la tradición cuenta con el respaldo que proviene de la propia realidad, con conocimientos surgidos del contacto directo y milenario con el medio en el cual ésta se desenvuelve, la cultura oficial solo tiene a su lado la fuerza y la promesa de ganancias gracias a su cercanía con el poder, careciendo sin embargo de una verdadera contrastación con la realidad, cosa que la vuelve irreal, indemostrable e impráctica, válida solo en su relación con la metrópoli.

Una visión de la educación en el mundo andino

Como clara demostración de tal divorcio se pueden ver dos casos concretos representados por individuos provenientes de los dos medios más representativos del mundo andino. Para aquel que es nativo de una ciudad cosmopolita —por lo general la capital—, que pertenece al grupo dominante, que ya está asimilado en la cultura “global” (la del imperio) y que cree fielmente que ésta representa lo universal, lo válido para todas partes, la visión de la educación será: un proceso de occidentalización como sinónimo de superación, mejora, avance y logro.

Mientras tanto, para aquel que es nativo no cosmopolita, nacido en provincias o en un pueblo y que no pertenece al grupo dominante, la idea de educación seguirá siendo la de preservar sus valores, sus costumbres, su tradición y su forma de ver al mundo. A la educación oficial la considerará más bien como una manera de “penetrar al otro mundo”, mundo que le es ajeno pero con el cual tiene que negociar, transar, para no verse avasallado o aniquilado.

Cuando un joven aculturado occidentalmente piensa en “su” educación la percibe siempre como “suya”, como “la de él”, como aquella que le va a dar las herramientas necesarias para obtener lo que piensa que es bueno “para él, para su familia y sus hijos”. Se educa pero “para sí”, para su bolsillo y su individualidad, esté en su país de origen o en cualquier otro. Se ve a sí mismo como “un ciudadano del mundo” y no como nativo de algún lugar. Hay en él un necesario proceso de desnacionalización o desidentificación con respecto al sitio en donde nació, arrastrado por un pragmatismo transmitido tanto por su medio (su familia, su entorno) como por la cultura oficial a la que pertenece.

En cambio, cuando se trata de un joven no aculturado, nacido y crecido dentro de un contexto tradicional o no imperial, éste ve a la educación como “un camino para todos”, una solución a un problema que nota que es común, una fórmula para que, los que han vivido igual que él, puedan superar dicha situación. Es una mirada obligadamente colectiva por cuanto su realidad siempre lo ha sido así, colectiva, y los principios que ha asimilado han sido elaborados en base a un “nosotros” y no a un “yo” como en el caso anterior. Ello explica por qué siempre los jóvenes de los segmentos tradicionales suelen inclinarse por seguir la carrera magisterial debido a que la consideran como el instrumento para ayudar a toda su comunidad a defenderse de la “agresión” que representa la cultura oficial. En pocas palabras, apoderándose de ésta, de la ajena, piensan que pueden controlarla y hacerla convivir con la suya. Educar es, por lo tanto, para ellos, un acto social de consecuencias colectivas, no así un aprendizaje privado de técnicas para enriquecerse.

Una mirada hacia el futuro

Hay quienes creen que las ideas “colectivistas” son un invento occidental del siglo XIX sin darse cuenta que es el pensamiento más básico que se ha dado en la historia de la humanidad. Consideran a aquellos que no se enfrascan en un individualismo extremo como “atrasados ideológicamente”, pues hacen creer que toda colectivización es parte de un pasado “ya superado por el hombre”. Eso en verdad solo oculta una cosa: el temor a la unión de las mayorías en contra del sojuzgamiento por una minoría. “Divide y vencerás” dice el refrán, y la noción de humano-individuo, pero desconectado de su entorno, es la que la Sociedad de Mercado y la injusticia necesitan para perpetuarse.

Si consideramos el panorama mundial podemos observar fácilmente que, entre las muchas posibilidades de cambio que tiene el mundo, no es posible identificar por ahora ninguna otra que no sea la propuesta andina. De las canteras del pensamiento occidental ya no proviene nada nuevo ni bueno y solo se encuentra únicamente desazón y repetición. Su germen creativo civilizacional se ha agotado. Y si se busca fuera de allí, en lugares como el Oriente o África, no se percibe que exista ni remotamente alguna opción; solo se contempla una occidentalización tecnológica y un notorio retroceso de parte del pensamiento tradicional, arrinconado cada vez más como “pasado remoto y obsoleto”. En conclusión no hay, ni en los libros contemporáneos ni en las universidades del planeta nada que prometa ser una transformación hacia una vida mejor, salvo en la propuesta andina.

Porque la concepción andina —no sus costumbres, su indumentaria o su folclor antiguo como suelen mencionar los que quieren negarla tratando de burlarse (como si cuando se hablara de lo occidental implicara que se usen togas o sandalias y se viviera en el Partenón)— es la única forma de sociedad que se opone frontalmente a la actual Sociedad de Mercado donde el objetivo central es el hombre, mientras que la sociedad andina pone su centro en la vida misma, sea humana o no.

Y allí está su gran diferencia y su oposición. No se trata de una reforma ni de un maquillaje de la actual sociedad: es un cambio total de concepción, una modificación radical de valores que prácticamente implica la negación de la cultura imperante (como ha pasado y pasará siempre en la historia). Porque sobre los restos de una cultura negada siempre se levanta la nueva, remozada y vigorosa, dispuesta a refrescar las ideas acerca del destino del ser humano en su devenir por la Tierra.

De modo que, si de algo tendría que hablar la actual educación, sería de estos nuevos valores que nos prometen ese futuro por venir, promisorio, el único que ofrece, no solo a unos, sino a todos los seres humanos un cambio de objetivo y de existencia.

viernes, 22 de julio de 2011

Una vez más: ¿qué es la filosofía?

La filosofía no es ciencia (algo que, lamentablemente, en la época actual se ha entremezclado y se cree a pie juntillas) y este error lo vienen cometiendo a todo nivel tanto los más reputados académicos como los estudiantes que los siguen. Las fronteras entre las dos actividades humanas, muy específicas y diferentes, se han borrado y ya no se sabe cuándo se está haciendo ciencia y cuándo filosofía.

Pero ello no es novedad; ya en la Edad Media europea, cuando imperaba la religión, la filosofía se apegó a ésta y ambas también se confundieron dando origen a diversas corrientes de pensamiento originales e interesantes (la patrística entre ellas). La línea adoptada por la filosofía actual se debe fundamentalmente a la preponderancia de la Sociedad de Mercado la cual necesita de la ciencia —en especial, de la tecnología— para la elaboración de sus productos de consumo.

De modo que no porque la religión o la ciencia provean de valiosa información la filosofía tiene necesariamente que adaptarse como un camaleón solo para “no sentirse inútil”. El filosofar tiene un objetivo completamente ajeno a estas dos respetables actividades humanas y es: el problema del hombre como Ser Humano (la ciencia lo enfoca como cuerpo y la religión como espíritu).

El tema de ¿qué es la Humanidad, lo humano? (no qué es su organismo en particular) es lo propio de la filosofía, aspecto que incluye a la ciencia y a la religión como productos de tal fenómeno. Pensar que pueda existir la ciencia o la religión fuera del hombre es todavía una teoría; hasta ahora estos son conceptos derivados de las ideas que el hombre tiene según las circunstancias por las que atraviesa en su devenir histórico.

Siempre el humano vivo y contemporáneo cree tener la mayor razón y piensa poseer el conocimiento “más grande jamás alcanzado por la humanidad”. Eso es parte de nuestra naturaleza y comprenderla y estudiarla es lo propio del filosofar (no así la investigación de la materia, de las cosas en sí).

La ciencia puede y debe estudiar todo lo que quiera a la naturaleza, pero ello no implica que lo que se diga sobre ésta es un fiel reflejo de lo que ella es. Recordemos que las leyes de la física han sido abordadas de muchas maneras y todos los métodos han respondido a los intereses del momento, lo cual significa que no existe una sola y única forma de conocer el mundo no humano. Incluso hasta ahora existen modalidades desconocidas que han manipulado a la materia con mejores resultados que los que se obtienen con las técnicas más modernas.

Esta visión panorámica del hombre y del conocer va más lejos que la científica pues ésta solo se limita y debe limitarse a lo concreto, a lo objetivo, mientras que el estudio del hombre como ser, como ente ajeno a las leyes naturales y como realidad compleja, es terreno de la filosofía. Querer abordar un campo con las herramientas del otro puede ser muy creativo e innovador, pero muchas veces lleva a conclusiones ficticias.

Una de estas es el caso del conocer. La ciencia no es autora ni de lo humano ni tampoco de la noción de conocer. Quien estudia, determina y aplica la idea de “qué es conocer” es la filosofía, pues es un mecanismo netamente humano y que, por lo que se sabe, no se da fuera de ese contexto. Recién a partir de la formación de una idea sobre “el conocer” es que la ciencia puede empezar a ejercer sus funciones. Sin esa base teórica y previa un individuo puede vivenciar múltiples experiencias y acumular ingentes cantidades de objetos sin saber qué hacer con ellos.

De modo que el terreno filosófico se concentra en el estudio de la realidad humana integral y es allí donde debe estar; ir más allá (como algunos “filósofos científicos” pretenden) sería imprudente pues se toparía con las funciones propias de la ciencia y de la religión. Esto no implica que no pueda existir una sana interrelación entre ellas pues eso retroalimenta nuestra existencia (ya que la vida no es un conjunto de estancos o casilleros ajenos los unos de los otros sino todo lo contrario).

sábado, 16 de julio de 2011

Más sobre el problema del tiempo

Si pudiésemos tener una imagen no humana de la realidad (cosa harto difícil de realizar, como se comprenderá) probablemente la observaríamos como un todo único y uniforme, tan interconectado que sería imposible diferenciar dónde termina y empieza cualquier cosa. Es algo parecido a lo que sucede cuando se observa mediante un poderoso microscopio y se descubre que los límites de la materia no son fronteras diferenciadas sino más bien etapas de transición continuas.

Seguramente para cualquier animal que conocemos la naturaleza debe ser así, pero eso al ser humano no se lo puede aplicar en la medida que él no es animal. Si el hombre no es animal entonces no puede tener una “mirada animal” de la naturaleza. Necesariamente tendrá una humana. ¿Y qué es lo humano? Ahí está el debate, y ello no es científico sino filosófico.

El ser humano, para seguir siéndolo, necesariamente tiene que adaptar su mirada a lo que él es y para ello ha “inventado” algo que en la naturaleza no se da: la división, la particularización, la matematización del todo, la partición de lo que es uno. La mayoría de los mitos precisamente se refieren a ello (si es que consideramos al mito como un mensaje del pasado y no como una “mala lectura de la realidad”) y nos hablan de un momento en que el hombre, para conocer humanamente, decidió partir la unidad en cuantas fracciones pudiese para identificar cada una en particular.

Y tal vez una de las primeras particiones de lo entero fue la creación del tiempo. Fuera del ser humano, al igual que la materia, el tiempo en sí no existe; la idea que tenemos de él es una forma humana de dividir por partes y etapas un proceso que es uniforme e indivisible en la práctica. Si el ser humano quisiese llevar a los hechos la tal “división del tiempo” se vería en un sinsentido pues, fuera de nuestra concepción y nuestros aparatos para “medirlas”, tales instancias temporales no se dan.

Eso solo se comprende y se nota cuando se sale de la cárcel humana y se asume una mirada integral, de gigantes, que puede abarcar el todo sin necesidad de segmentarlo para “intentar comprenderlo”. Es como si una hormiga tratara de entender una carretera desde su perspectiva mientras que nosotros, desde un avión, la contemplamos en su totalidad. Para la hormiga “la carretera” no existe pues, para ella, el trozo que contempla es una unidad diferenciada del resto. Jamás concebirá la existencia de tal cosa, al igual que nosotros no podemos concebir al tiempo como una realidad única e indiferenciada.

La ciencia juega un papel importante en nuestra existencia, pero no hay que olvidar que, antes que ella, se necesita una serie de “reglas de juego” que tienen que ser establecidas por la filosofía sin las cuales los datos que aporta no tendrían sentido ni utilidad (recordemos las diferentes etapas vividas por la humanidad y cómo todo ha estado supeditado, no al conocimiento de la materia, sino al drama de cómo debería vivir el ser humano, que en el fondo es lo único que a todos nos importa).

Porque ¿de qué nos sirve “conocer” (o creer que conocemos) innumerables cosas acerca de la naturaleza si eso no nos hace felices o, por el contrario, nos destruye? ¿Vive acaso el ser humano solo para investigar la realidad (tal como lo plantean algunas teorías de moda) o en verdad vivimos solo para poder entender nuestro ser y poder tranquilizar nuestros espíritus de las angustias que ello nos causa? Entre salvar la vida de nuestros hijos o encontrar la paz y saber de qué está hecha tal o cual estrella ¿cuál de las dos pesa más en el espíritu y la voluntad humanas?

Quizá la época moderna e industrial nos dé la sensación de que sus ideales y virtudes que dice tener sean lo único real posible, pero el estudio filosófico del hombre nos demuestra que eso es solo una percepción momentánea producto de una instancia en nuestro proceso, mas no es la verdad definitiva. Tal vez esa verdad nunca la hallemos porque no existe, pero el andar humano sigue siendo el mismo: el de una búsqueda en pos de unas respuestas que hasta ahora éste no encuentra.

martes, 12 de julio de 2011

Ciencia y filosofía en la época contemporánea

La filosofía no es ciencia (algo que, lamentablemente, en la época actual se ha entremezclado y se cree a pie juntillas) y este error lo vienen cometiendo a todo nivel tanto los más reputados académicos como los estudiantes que los siguen. Las fronteras entre las dos actividades humanas, muy específicas y diferentes, se han borrado y ya no se sabe cuándo se está haciendo ciencia y cuándo filosofía.

Pero ello no es novedad; ya en la Edad Media europea, cuando imperaba la religión, la filosofía se apegó a ésta y ambas también se confundieron dando origen a diversas corrientes de pensamiento originales e interesantes (la patrística entre ellas). La línea adoptada por la filosofía actual se debe a la preponderancia de la Sociedad de Mercado la cual necesita de la ciencia —en especial, de la tecnología— para la elaboración de sus productos de consumo.

De modo que no porque la religión o la ciencia provean de valiosa información la filosofía tiene necesariamente que adaptarse como un camaleón solo para “no sentirse inútil”. El filosofar tiene un objetivo completamente ajeno a estas dos respetables actividades humanas y es: el problema del hombre como Ser Humano (la ciencia lo enfoca como cuerpo y la religión como espíritu).

El tema de ¿qué es la Humanidad, lo humano? (no qué es su organismo en particular) es lo propio de la filosofía, aspecto que incluye a la ciencia y a la religión como productos de tal fenómeno. Pensar que pueda existir la ciencia o la religión fuera del hombre es todavía una teoría; hasta ahora estos son conceptos derivados de las ideas que el hombre tiene según las circunstancias por las que atraviesa en su devenir histórico.

Siempre el hombre vivo y contemporáneo cree tener la mayor razón y piensa poseer el conocimiento “más grande jamás alcanzado por la humanidad”. Eso es parte de nuestra naturaleza humana y comprenderla y estudiarla es lo propio del filosofar (no así la investigación de la materia, de las cosas en sí).

La ciencia puede y debe estudiar todo lo que quiera a la naturaleza, pero ello no implica que lo que se diga sobre ésta es un fiel reflejo de lo que ella es. Recordemos que las leyes de la física han sido abordadas de muchas maneras y todos los métodos han respondido a los intereses del momento, lo cual significa que no existe una sola y única forma de conocer el mundo no humano. Incluso hasta ahora existen modalidades desconocidas que han manipulado a la materia con mejores resultados que los que se obtienen con las técnicas más modernas.

Esta visión panorámica del hombre y del conocer va más lejos que la científica pues ésta solo se limita y debe limitarse a lo concreto, a lo objetivo, mientras que el estudio del hombre como ser, como ente ajeno a las leyes naturales y como realidad compleja, es terreno de la filosofía. Querer abordar un campo con las herramientas del otro puede ser muy creativo e innovador, pero muchas veces lleva a conclusiones ficticias.

Una de estas es el caso del conocer. La ciencia no es autora ni de lo humano ni tampoco de la noción de conocer. Quien estudia, determina y aplica la idea de “qué es conocer” es la filosofía, pues es un mecanismo netamente humano y que, por lo que se sabe, no se da fuera de ese contexto. Recién a partir de la formación de una idea sobre “el conocer” es que la ciencia puede empezar a realizar sus funciones. Sin esa base teórica y previa un individuo puede vivenciar múltiples experiencias y acumular ingentes cantidades de objetos sin saber qué hacer con ellos.

De modo que en el estudio de la realidad humana integral se concentra el campo filosófico y es allí donde debe estar; ir más allá (como algunos “filósofos científicos”) sería imprudente pues se toparía con las funciones propias de la ciencia y de la religión. Esto no implica que no pueda existir una sana interrelación entre ellas pues eso retroalimenta nuestra existencia (ya que la vida no es un conjunto de estancos o casilleros ajenos los unos de los otros sino todo lo contrario).

Y justamente sobre ello, sobre los casilleros, estaría centrado el debate acerca del tiempo. Si pudiésemos tener una imagen no humana de la realidad (cosa harto difícil de realizar, como se comprenderá) probablemente observaríamos la realidad como un todo único y uniforme, tan interconectado que sería imposible diferenciar dónde termina y empieza cualquier cosa. Es algo parecido a lo que sucede cuando se observa mediante un poderoso microscopio y se descubre que los límites no son fronteras sino más bien etapas de transición continuas.

Seguramente para cualquier animal que conocemos la naturaleza debe ser así, pero eso al ser humano no se lo puede aplicar en la medida que él no es animal. Si el hombre no es animal entonces no puede tener una “mirada animal” de la naturaleza. Necesariamente tendrá una humana. ¿Y qué es lo humano? Ahí está el debate, y ello no es científico sino filosófico.

El ser humano, para seguir siéndolo, necesariamente tiene que adaptar su mirada a lo que él es y para ello ha “inventado” algo que en la naturaleza no se da: la división, la particularización, la matematización del todo, la partición de lo que es uno. La mayoría de los mitos precisamente se refieren a ello (si es que consideramos al mito como un mensaje del pasado y no como una “mala lectura de la realidad”) y nos hablan de un momento en que el hombre, para conocer humanamente, decidió partir la unidad en cuantas facciones pudiese para identificar cada una en particular.

Y tal vez una de las primeras particiones de lo entero fue la creación del tiempo. Fuera del ser humano, al igual que la materia, el tiempo en sí no existe; la idea que tenemos de él es una forma humana de dividir por partes y etapas un proceso que es uniforme e indivisible en la práctica. Si el ser humano quisiese llevar a los hechos la tal “división del tiempo” se vería en un sinsentido pues, fuera de nuestra concepción y nuestros aparatos para “medirlas”, las tales instancias temporales no se dan.

Eso solo se comprende y se nota cuando se sale de la cárcel humana y se asume una mirada integral, de gigantes, que puede abarcar el todo sin necesidad de segmentarlo para “intentar comprenderlo”. Es como si una hormiga tratara de entender una carretera desde su perspectiva mientras que nosotros, desde un avión, la contemplamos en su totalidad. Para la hormiga “la carretera” no existe pues, para ella, el trozo que contempla es una unidad diferenciada del resto. Jamás concebirá la existencia de tal cosa, al igual que nosotros no podemos concebir al tiempo como una realidad única e indiferenciada que solo existe en nuestras dimensiones.

La ciencia juega un papel importante en nuestra existencia, pero no hay que olvidar que, antes que ella, se necesitan una serie de “reglas de juego” que tienen que ser establecidas por la filosofía sin las cuales los datos que aporta no tendrían sentido ni utilidad (recordemos las diferentes etapas vividas por la humanidad y cómo todo ha estado supeditado no al conocimiento de la materia sino al drama de cómo debería vivir el ser humano, que en el fondo es lo único que a todos nos preocupa).

¿De qué nos sirve “conocer” (o creer que conocemos) innumerables cosas acerca de la naturaleza si eso no nos hace felices o, por el contrario, nos destruye? ¿Vive acaso el ser humano solo para investigar y conocer la realidad (tal como lo plantean algunas teorías de moda) o en verdad vivimos solo para poder entender nuestro ser y poder tranquilizar nuestros espíritus de las angustias que ello nos causa? Entre salvar la vida de nuestros hijos o encontrar la paz y saber de qué está hecha tal o cual estrella ¿cuál de las dos pesa más en el espíritu y la voluntad humanas?

Quizá la época moderna e industrial nos dé la sensación de que sus ideales y virtudes que dice tener sean lo único real posible, pero el conocimiento filosófico del hombre nos demuestra que eso es solo una percepción momentánea producto de una instancia en nuestro proceso, mas no es la verdad definitiva. Tal vez esa verdad nunca la hallemos, pero el andar humano sigue siendo el mismo: el de una búsqueda en pos de unas respuestas que hasta ahora no encuentra.

viernes, 1 de julio de 2011

El tiempo y la concepción protoamericana

La primera cosa que el ser humano creó, ya siendo humano, fue el tiempo. Por lo tanto el tiempo, fuera del hombre, no existe. Y desde ese día hasta la actualidad la humanidad vive en medio de dos ideas: el pasado y el futuro. No puede dejar de transmitir a sus descendientes dichas nociones, por eso es que desde que despertamos lo primero que nos preguntamos es ¿en qué parte del tiempo estoy?

Porque somos lo que somos gracias a que hemos dividido la eternidad, o el no-tiempo, en etapas, en partes. Solo quien concibe que la realidad pueda ser entendida segmentadamente puede imaginar dimensiones que no se dan en ella. Porque si el tiempo solo existe para el ser humano ¿cómo creer que éste se encuentre también fuera de él? Desde muy antiguo el hombre se percató de ello y en sus mitos retrató esa creación. Siempre al principio fue el uno, el todo, hasta que llegó algo o alguien quien lo cortó en pedazos para así dar paso a la pluralidad y, con ello, a la sensación de que un hecho importante ocurrió previamente al momento actual.

¿Qué se deduce de esto entonces? Que tal vez solo una mirada humana pueda imaginar al todo como un conjunto de partes o etapas. Porque si, haciendo un ejercicio proyectivo, supusiéramos que esa partición significara una materia hecha de ladrillos, de unidades ―cada una con su tiempo― al llegar a lo más profundo de ella nos toparíamos con que la unidad más ínfima posible de darse no es una unidad ni una parte (un átomo, un quark) sino más bien un todo continuo, una fuerza o una energía existiendo permanentemente y sin tiempo.

Lo mismo si hiciéramos el ejercicio al revés, yendo hacia el espacio y observándolo con mirada de gigantes, viéndolo en su total integridad; nos daríamos cuenta que todo lo sucede en su interior es tan veloz que solo pasa en un instante tan corto que prácticamente no permitiría la existencia del tiempo, igual que como si miráramos un mate burilado (calabaza seca y pintada) donde toda la historia está contada pero tanto su inicio como su final existen en una sola superficie sin tiempo, en un eterno presente (ejemplo que he utilizado en mi libro Andinia, la resurgencia de las naciones andinas). Entonces todo depende de en qué lugar nos pongamos para observar fuera de nuestras dimensiones humanas y tratar de comprobar si en verdad existe o no el tiempo.

Ahora bien, si descubrimos que la materia, que nos parece conformada por partes, no es así si no más bien es un todo de energía o fuerza, entonces ella no está sujeta a tener un tiempo. La más pequeña partícula concebible no es en verdad un objeto en sí sino solo un movimiento continuo y perpetuo; es un todo único y uniforme. Si ésta es la esencia de la cual surgen todas las cosas entonces habría que deducir que existe una esencia universal eterna y sin tiempo a partir de la cual nace toda una organización enorme y múltiple. Pero por muy grande que ésta organización sea ella tampoco puede poseer la cualidad de tiempo que el hombre, por su limitación, le atribuye.

De modo que si el ser humano, para entenderse y entender al mundo, lo dividió inventando al tiempo es lógico pensar entonces que ello es solo una forma de cómo nuestro ser encuentra respuestas a sus inquietudes particulares sin que por eso todo lo que suponga tiene que darse de tal modo en la realidad (traducimos la realidad a un lenguaje humano pero ella no es así).

¿Qué sentido tendrían las teorías que implican al tiempo como una dimensión en el espacio? Solo serían válidas para una manipulación exclusivamente humana, fuera de la cual no tendrían razón de ser. Alguien no humano (premisa perfectamente viable dado el tamaño y posibilidades del Universo) podría, o bien no tener tiempo o simplemente entenderlo de otra manera. Incluso, de ser ciertas las ideas milenarias que nos dicen ―en todos los idiomas― que los dioses existen sería posible que estos vivan en el no-tiempo, en el eterno presente, única dimensión en la que el hombre no vive (porque, como mencioné antes, nos encontramos atrapados en una intersección entre “el pasado” y “el futuro”, ambos conceptos solo válidos para nosotros pero no para el resto de los seres vivos.

En la concepción protoamericana del tiempo (aquella que se desarrolló y difundió por todo dicho continente al margen de la impuesta por los occidentales) éste también se ha dado pero en función al Universo y a su ritmo, no de acuerdo a los caprichos humanos. La presencia del pasado, a diferencia de Occidente ―que lo ubica como lo que fue pero ya no es― no está fuera del campo de acción del hombre sino conviviendo con su futuro. Porque lo que en la proto América se piensa es que sin acudir al pasado es imposible proyectarse al futuro y viceversa, de modo que la idea de “olvidar el pasado” o “superarlo” solo es concebible en la Modernidad occidental. Los hombres del continente americano, a diferencia de los occidentales, procuran mantener vivo al pasado y hasta alimentarlo puesto que ello surge de la observación de la naturaleza en la que se ve que ésta requiere cumplir un ciclo para ser completa (ciclo que es un todo en el cual se puede ubicar al “pasado” y al “futuro” en el mismo proceso, de manera simultánea); y que cuando se da preferencia a una “etapa” de éste, como lo hace el hombre, tal ciclo se deforma o se rompe, con lo cual se produce el mayor de los males imaginables en este ámbito cultural: el desequilibrio.

El tiempo es visto entonces como el desarrollo de un proceso y no como una sucesión de cambios radicales, de un olvido de lo anterior para dar paso a algo nuevo o “mejor”. Cuando se observa detenidamente a la materia en realidad no hay nada nuevo en ella; siempre es y será la misma, tanto en su esencia como en su combinación de posibilidades. El Universo en verdad nunca es nuevo; siempre es el mismo y es el sin-tiempo; por lo tanto, siempre será un eterno presente, algo sin pasado ni futuro. Él está donde está siempre y no puede hallarse de otra manera. Si éste tuviera tiempo sería entonces tan pequeño y confuso como el hombre; pero el Universo es no-humano, por lo tanto no puede adquirir ni poseer características humanas.

La concepción protoamericana ve al tiempo como una pulsación, como el corazón, cuyos latidos son siempre los mismos y tienen que serlo pues si no sería un síntoma de que algo anda mal. La uniformidad y permanencia de las cosas es fundamental para que éstas sean lo que son; si se dieran dentro de una noción moderna de “cambio, superación y evolución”, si existieran en un “tiempo” nada, ni las leyes físicas, serían comprensibles puesto que siempre estarían siendo “nuevas” para el hombre. Gracias a que la materia no es “moderna” es que el ser humano puede creer que existen dichas “leyes eternas”. Quiere decir que tanto el tiempo como los cambios solo son dables dentro del imaginario humano, pero fuera de él la materia permanece estable y en constante presente.

Para poder superar el entrampamiento en el que está la Modernidad como pensamiento es necesario que los seres humanos volvamos a las raíces de la observación de la naturaleza tal como ella es y no como Occidente la piensa. Para eso previamente se deben modificar las reglas de juego sociales que hacen que la ciencia sea solo un instrumento útil para la Sociedad de Mercado pues, mientras ésta se encuentre a su servicio, ella solo mirará con las anteojeras de la necesidad, del poder y de la producción, sin ser capaz de abordar a la naturaleza en su real dimensión y tal como ella es.

El punto de vista protoamericano, si bien sigue siendo humano y por ello es solo relativo, se acerca sin embargo mucho más a esa verdad procurando que el hombre se avenga al ritmo universal de la naturaleza para que él pueda navegar sobre ella como el surfista sobre la ola o el canoísta por el río. Ello implica una reestructuración de la sociedad humana haciendo que ésta vaya de la mano de la realidad evitando crear micro-mundos antinaturales -como las actuales ciudades-mercado, donde se instauran tiempos que no se sintonizan con la armonía del Universo y, por lo tanto, generan deformidades espantosas que devienen a la larga en una autodestrucción.